Lo digo porque en Panamá cada cinco años los periodistas nos invitan, como si fuesen promotores de conciertos de Ricardo Arjona, a una fiesta electoral donde le otorgamos el poder político a una banda de personas.
Lo digo porque en Centroamérica estamos aceptando que nuestras democracias se debiliten para poder enfrentar la desarmonizada realidad de un virus para el que andamos buscando desinfectante Lysol, sin importar la salvaje marca que está dejando en nuestra mucosa social.
Lo digo porque mientras más poder acumulan nuestros presidentes centroamericanos, más se hace necesaria la ciudadanía.
Es que la democracia se hizo para defendernos de la naturaleza humana. Mientras más poder le das a un líder, menos empatía le fluye por la sangre. Ya eso lo tenían claro a los que se les ocurrió lo de los dioses griegos hace 3 mil años. Lo tenía claro Shakespeare con las historias de reyes contrariados hace más de cuatro siglos. Eso no lo tenemos claro acá, alimentados por decenas de historias de García Márquez y Roberto Bolaño, donde los líderes políticos son peleles inútiles; y las de estilo Vargas Llosa, donde al final el gringo siempre es el culpable.
¿Puedes tú seguir motivado por el bien común y ser líder al mismo tiempo? Para los griegos, la respuesta era un claro «no». Los dioses —que lo podían todo, lo tenían todo, lo veían todo— no eran buenos ni agradables. Eran despreciables. Estaban llenos de lo que Adam Smith llamaba «las pasiones insociables» —odio y resentimiento— que motivaban mucho de lo que hacían.
Shakespeare nos regala historias de reyes que entre tantas cosas nos advierten que el momento en que tú llegues al poder empezarás a gozar del privilegio de siempre estar en lo correcto, alabado por personas que solo cantan «sí» a tus ideas chuecas. Y pronto, comienzas a cambiar tu entendimiento de quién eres. «Si todavía estoy aquí y toda esta gente que me rodea me aplaude después de cada show, debe ser que algo estoy haciendo bien. Y eso es resultado de mis esfuerzos y mis talentos. Y si tú, ciudadano opositor, no conformas la banda del poder, es porque no te lo mereces».
Entre más poder, menos empatía. Entre menos empatía, menos capacidad de aceptar un «no». O, dicho de otra forma, menos capacidad de responder a las necesidades de ese ciudadano que cada día parece más incoherente y distante por no entender la genialidad del amo.
Por eso vamos a las urnas cada tantos años. No es una celebración, sino una declaración de derrota. Votamos resignados a la incapacidad del ser humano de tener poder y empatía a la vez.
Sí, de acuerdo, en estos tiempos del virus coronado debemos acatar órdenes. Sí, debemos penalizar a quienes pongan en riesgo la salud de otros. De acuerdo, con tal de que sigamos respetando la dignidad humana. Sí, a unirnos todos con una sola voz para sobrevivir. De acuerdo, con tal de que ese «todos» incluya a los que dicen «no».
Podemos decir «sí» a la restricción temporal de nuestras libertades y, a la vez, debemos alzar la voz cuando el virus que corona a los poderosos comience a coagular sus pasiones sociales. Nos toca tener empatía con las limitaciones de los que están en el poder y entender que de presidente endiosado a dios despreciable solo se llega con nuestro silencio.
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