En Panamá, la incertidumbre, pajarita, vuela chueca. Yo, tonto, intento atraparla. Me recargo de esa energía gringa que surge al decirme frente al espejo Everything’s gonna be Okay, que me hace terremotear hasta aturdirme a tal punto de creerme especial, impenetrable.
Everything’s gonna be Okay y esto es tan solo el último hueco estrecho antes de llegar a un mundo luminoso.
Y entonces el Gran Leviatán corporativo se despierta hambriento. Liberada y luego coronada, la serpiente con patas arrasa con paso contundente por todo lo que somos. Devorando todo lo que agarra y con bolsillos llenos de papelitos verdes, la serpiente encorbatada nos promete que Everything’s gonna be Okay. Yo, tonto, intento adorarla. Me recargo con energía colectiva que me hace temblar hasta aturdirme; me hace creer que cada otro fallo institucional es un paso más hacia ese mundo luminoso.
Y entonces llega esa hora cuando me prohíben decirles adiós a ellos; a los que se fueron. Y el terremoto se detiene y debo contemplar que, sin aire en sus lobulillos, no volveré a escuchar sus voces. Y si no escucho sus voces, ¿siguen siendo ellos?
Y entonces llega ese día cuando los ciudadanos son rebajados a detener el tránsito y colocar sus rodillas sobre alquitrán seco orando por valor, pidiendo arroz a la serpiente. Pero ni Dios ni la patria los escuchan. Sin voz, mientras más hambre, más sienten el puño de esos policías misericordiosos, esos que le rezan a un tal Josué antes de agarrar sus rifles. Sin voz, el llanto del bebi hambriento gana. La madre rompe cuarentena y la misericordia de Josué es olvidada.
Embriagados por el Evertyhing’s gonna be Okay, la bondad que les quedaba a los medios de comunicación es consumida por el querer «hacer un llamado al sentido común de quedarse en casa» y documentan minuto a minuto con sus cámaras en extreme close-up cómo los policías misericordiosos y los jueces de paz ponen tras las rejas a una madre por querer alimentar a un hijo con hambre.
Como gallinas mojadas, con bono digital y megabolsas de comida en cada ala, parte el ciudadano hacia al matadero al mediodía, oliendo a virus y sabiendo que no, que nada de esto está bien. Y cuando se atreve a levantar la voz, la serpiente, con un Rolex nuevo en cada pata, le pisa el cuello y lo llama resentido. La serpiente le lame la boca y lo embarra de veneno. La serpiente embriagada por el poder no acepta críticas. Como padre acosador, obliga al ciudadano a que haga autocrítica: «¿Cómo no puedes entender, gallina hedionda, el favor que te hago? ¿Cómo no puedes entender que ese favor te obliga a quemarte el pico? ¿Cómo no puedes entender que esa obligación es tu esclavitud?»
†