«¿Cómo construimos nuestra memoria histórica?», con esa pregunta arrancó el conversatorio sobre el 9 de enero de 1964, parte del proyecto Una invasión en 4 tiempos en el Museo de Arte Contemporáneo en Panamá. No pude escuchar el resto de aquella primera intervención de la noche, adolorido por el golpe de pupila en fuego que me dio mi hijo de 14 años, advirtiéndome que me odiará por el resto de su vida por obligarlo a asistir a ese tipo de eventos.
Hilaba en silencio la conversación de papá gruñón que tendríamos de vuelta a casa, cuando de repente escuché a una de las panelistas —extranjera tenía que ser— sugerir que los hechos del 9 de enero quizá pudiesen ser tratados con menos reverencia. Era obvio que la brillante extranjera no entendía que en Panamá no estudiamos historia, sino hagiografías. La cara de agrura de algunos de los asistentes ante la insolencia de sugerir que no hay héroes ni mártires en nuestra historia, pero sí muchos maravillosos y falibles seres humanos, sugería que la simple pregunta, «¿Cómo construimos nuestra memoria histórica?», necesite ser explorada con más frecuencia. Pero ¿quién se atreve a replantear el significado de que 21 personas, entre ellos estudiantes adolescentes, hayan muerto a manos de militares estadounidenses por el simple hecho de querer izar la bandera panameña en la antigua Zona del Canal?
«Es que por allí se escucha que en realidad eran maleantes que se aprovecharon de la situación para robar», se atrevió a sugerir alguien, y vi a mi hijo asentir. «Es que, si los mártires hubiesen sido de un barrio de clase alta, nadie sugeriría eso», silenció un miembro del público tal insolencia. Y mi hijo hundió su cara entre sus rodillas y me suplicó que nos fuésemos. No aguanté más para tener la conversación gruñona y allí mismo, en susurros, le recordé cuán importante es empaparse de luchas soberanas; sobre todo para él, hijo de dos países colonizados, Panamá e Irlanda del Norte.
«Pero ya mi abuela me contó la historia», me dijo. Y así fue. En mi lucha ojerosa por crear memoria histórica donde solo existe memoria de videojuegos, le había pedido esa mañana a mi madre que le contase a su nieto la historia del 9 de enero. Después de todo, ella, su papá, mamá y cinco hermanos vivían en un cuarto de maderas podridas a solo cuadras del escenario de los hechos que los panameños entendemos como trascendentales para lograr nuestra soberanía. Pero su memoria es de una invasión, no de lucha soberana: «Ellos entraron al cuarto. Amenazaron a mi papá de que si comenzaba a gritar la íbamos a pasar mal. Mi papá les dijo que se podían quedar un rato, pero que entendieran que sus pelaos estaban allí. Mi mamá nos metió a todos debajo de las camas, calladitos, que a boca cerrada no le entra bala». Los años de historia oficial no han silenciado en mi madre la memoria enlodada de un grupo de hombres invadiendo su hogar, escapando de la policía quién sabe por qué.
¿Cómo construimos una memoria histórica colectiva? No lo sé. Pero las historias oficiales se hilan silenciando lo que no queremos escuchar.
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