Este año no se entregará el premio Nobel de Literatura debido a las acusaciones de abusos sexuales en la Academia Sueca. Y la no entrega sucede veinte años después que José Saramago lo recibió. ¿Coincidencia? Quizá sea un guiño desde la tumba del autor portugués cuya narrativa de hipótesis insólitas —¿qué pasaría si todos nos quedamos ciegos, si nadie más vota o si la muerte se toma vacaciones?— hace que no parezca extraño pensar en una historia que arranque con la frase «Ese año nadie recibió el Nobel».
Las primeras ficciones de José Saramago son experimentos aislados: Tierra de pecado (1947) y Claraboya (1953 y de publicación póstuma) no lograron ninguna atención y lo motivaron a dejar la escritura durante más de veinte años hasta que a finales de la década de 1960 volvió a retomarla. Esas décadas sin publicar no fueron de inactividad, pues además de emplearse en compañías de subsidios y pensiones se mantuvo activo en el periodismo y en la militancia comunista —que nunca dejó de lado— con etapas de clandestinidad. También compartió la dirección de una pequeña editorial al tiempo que escribió poesía y desarrolló una labor de traducción de la que se habla muy poco, pero que fue clave en su formación y vertió a la lengua portuguesa infinidad de textos técnicos, clásicos griegos, varios volúmenes de Colette (por cuyo estilo Saramago siempre sintió gran admiración) y obras como Los paraísos artificiales de Baudelaire y Ana Karenina de Tolstoi.
En 1975 Saramago sobrevivió una doble crisis: sentimental y laboral, y al verse desempleado decidió no buscar trabajo y se dijo a sí mismo «O escribes ahora o nunca serás escritor». Fueron años de zozobra económica y emocional que terminaron de gestar al autor. Al año siguiente redactó los cuentos de Casi un objeto y en 1977 publicó la primera de sus novelas reconocidas: Manual de pintura y caligrafía.
Estos títulos, sumados a El equipaje del viajero (1973), Levantado del suelo (1980) y Memorial del convento (1982, su primera obra traducida al inglés) perfilan la primera fase de su producción, donde indaga sobre la historia, la política y la identidad de su país. De este grupo merece mencionarse Levantado del suelo, parteaguas en su trayectoria, tanto en el estilo como en la vida. Un ejercicio destinado a recrear la oralidad rural del Alentejo, su zona de origen, le sirvió para liberarse de las reglas de puntuación y ortografía que dictan cómo se debe escribir y decidió hacerlo «como quien respira o como quien habla», dando paso al registro que a todos sus lectores nos ha desafiado al principio pero que, obra tras obra, hemos descifrado y que, en lo personal, le brindó reconocimiento a nivel nacional, además de su primer contrato literario, con lo que terminaron las penurias económicas.
En 1984 dio un segundo bombazo con El año de la muerte de Ricardo Reis, obra en la que Saramago explotó en ambiciones, en el abordaje y la profundidad de los temas, y se aventuró a explorar la multiplicidad de Fernando Pessoa; todo esto mientras pasó revista a la tensión que dominaba a su país hacia el final de la década de 1930 y a los tambores de guerra que se respiraban en toda Europa.
El experimento resultó en un éxito rotundo (Seix Barral lo contrató en su primera traducción al español) y durante la década de 1980 continuó explorando la identidad portuguesa e ibérica en La balsa de piedra e Historia del cerco de Lisboa. Llegó la década de 1990 y Saramago decidió abrirse a temas más universales, empezando con lo que ha sido, según él, la mayor tomadura de pelo de la historia: la instalación y la expansión del cristianismo. En El Evangelio Según Jesucristo (1991), además de reconstruir los años de dominación romana en Palestina, desmitificó la imagen del Cristo que entregó su vida por amor y que terminó haciéndolo porque no tiene opción, convirtiéndose al principio en un hombre temeroso y luego indignado con el papel que le tocó jugar en el proyecto divino de la redención de la humanidad.
Luego de la enorme repercusión del Evangelio, dada por el rechazo de la comunidad católica de su país y el veto al premio literario europeo que la novela le representó, Saramago se mudó a España y continuó explorando temas universales en Ensayo sobre la ceguera, Ensayo sobre la lucidez, La caverna, Todos los nombres y Las intermitencias de la muerte. En estos libros ahonda en la búsqueda por comprender la época que vivimos, a la vez que refleja las muchas maneras en que se reprime la libertad del ser humano, ya sea por la democracia fraudulenta, la incomunicación, el consumismo irracional o la ilusión de la vida eterna, haciendo ver que esta última conllevaría a padecer vejez y enfermedades eternas también.
En 1998 recibió el Premio Nobel de Literatura, lo que no le incomodó en absoluto e incrementó su compromiso con las causas que defendió toda la vida, desde el derecho a la tierra de los campesinos (lo sufrió cuando niño con la de sus abuelos), el rechazo a la dominación capitalista y la deshumanización que hoy todavía sufrimos, no obstante, siempre recibió los muchísimos honores y doctorados en universidades de todo el mundo con agrado y como la reivindicación de sus orígenes iletrados.
Se declaró lector de su literatura nacional, pero también universal. De Portugal leyó a Luis de Camoens, Almeida Garret, Eça de Queiros y Fernando Pessoa; y de afuera releía con frecuencia a Voltaire, Montaigne, Kafka, Borges y Gogol.
Saramago nunca renegó de su ateísmo (aunque se definió como «Ateo cristiano» ante la imposibilidad de la libertad total en un mundo dominado por esa creencia) y siempre fue militante comunista, incluso en los años en los que esto era un riesgo de muerte. Me pregunto entonces, sabiendo del desprestigio que ha sufrido el comunismo y la alergia que produce en millones de personas la sola escucha de la palabra ateísmo, ¿cómo alguien que nunca cejó entre ambas doctrinas tiene tantos lectores (al extremo que mucha gente de letras lo ve con desdén por considerarlo literatura comercial) y —en Latinoamérica al menos: región cristiana por excelencia— siempre está entre los más vendidos?
Esto tiene que ver con ser alguien consecuente con sus orígenes y con sus ideas, en una estirpe que lo conecta con Henry David Thoreau o Albert Camus, y siempre militante de izquierda como Miguel Ángel Asturias o Ernesto Cardenal. Desde su juventud se involucró en la dignificación de las condiciones de vida de los menos favorecidos y en sus últimos años se le vio exigir la resolución de conflictos en sitios remotos como Chiapas, Macao, Timor Leste y las repúblicas lusoparlantes de África. Fue bloguero en sus últimos años, no preconcebía las ideas de sus textos, sino que los utilizaba como un «sismógrafo» ante lo que ocurría a su alrededor.
A lo largo de su obra, Saramago hace una denuncia tácita del curso de la historia guiada por los hombres, ya sea como generales de guerra, capitanes de barco, pilotos de avión o gerentes de bancos, y apuesta por reivindicar el papel de la mujer: Blimunda en Memorial del convento, Marcenda o Lidia en El año de la muerte de Ricardo Reis, Isaura en La caverna o la Esposa del médico en Ensayo sobre la ceguera funcionan como mástil para erigir sus novelas y como contrapeso ante el fracaso histórico de la dirección masculina en el mundo.
En los últimos años se declaró, sin empacho, un «pesimista militante» porque, según él, «para los optimistas todo marcha muy bien, y los pesimistas son los únicos que quieren cambiar el mundo. Hay que hacer profesión y militancia del pesimismo».
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¿Quién es Leonel González De León?