Hace unos días, en una reunión de trabajo, el rector de mi universidad —Loyola University New Orleans— nos preguntó a los miembros de su equipo qué pensábamos de los recientes incidentes en nuestro campus y en la universidad de al lado, Tulane University. La tarde anterior, un grupo de estudiantes plantaron tiendas en las zonas verdes frente a un edificio administrativo después de una demostración pro-palestina —nada diferente a lo que ocurría en otras universidades, excepto que el número de estudiantes era pequeño—. En un suceso no relacionado con el campamento, un muchacho había increpado al presidente de nuestra institución y lo había insultado.
Mis colegas alrededor de la mesa expresaron su frustración por lo que hacían los estudiantes. Yo, en cambio, dije que el asunto me parecía muy interesante, pues si algo lamentaba de mi experiencia de décadas en educación superior en Estados Unidos era el poco interés de los muchachos por el activismo. Hice una evocación un tanto romantizada de la universidad pública latinoamericana e incluso insinué que lo visto hasta ahora no era nada comparado con las protestas masivas de mis tiempos de estudiante. Tuve también que admitir que nunca hubiera esperado estar al otro lado de la línea, ese que pretende encauzar las protestas.
Desde un punto reglamentario, y por ende ideológico, las protestas en un campus universitario han de cumplir una serie de requisitos y sus organizadores deben obtener un permiso para realizarlas. Eso las lleva a la calle, donde se puede circular y manifestar libremente. Una acampada, sin embargo, se convierte en una invasión, y eso da pie a la intervención de la policía. La noche de la conversación que describo, las fuerzas policiales desalojaron a los estudiantes y arrestaron a varios de ellos.
En el clima político que vive Estados Unidos, el derecho a la libre expresión se cruza con la responsabilidad de proteger a los estudiantes y a los empleados universitarios. En los últimos meses, en mi universidad se han documentado incidentes antisemíticos y antimusulmanes, incluyendo insultos, botellazos en la cabeza y otras agresiones. La mayoría se han al calor de un intercambio entre grupos opuestos; otros, sin embargo, fueron cuidadosamente planeados y ejecutados.
Tanto profesores como alumnos han presionado a la administración para que tome partido por uno de los lados en conflicto. La presión viene también de los donantes y del mismo directorio de la universidad. La estrategia hasta ahora ha sido manifestar neutralidad y respeto al intercambio de ideas, garantizar la seguridad física y emocional de todos los miembros de la comunidad universitaria e insistir que cualquier violación a la ley y a los reglamentos será castigada. Esa táctica, sin embargo, no ha sido suficiente. Y mientras otros grupos quieren dejarse oír —incluyendo el senado de la facultad o el de los empleados administrativos—, la coacción y las críticas van en aumento. No hay facción satisfecha y es posible que ninguna lo esté en mucho tiempo.
Lo que vemos en estos días está cambiando a las universidades estadounidenses para siempre. El cansancio de esta generación de estudiantes que sufrió dos años de pandemia ha encontrado en el devastador conflicto de Israel y Gaza una razón de ser. Las consecuencias del conflicto son imprevisibles y las universidades tratan de navegar los retos a ciegas, aferradas a lo que conocen. Pero esas certezas se han quedado cortas para la realidad que nos circunda. Queda solamente seguir intentando equilibrar la balanza y prepararse para afrontar un nuevo fiasco. El mejor escenario sería —parafraseando a Samuel Beckett— fracasar mejor. Y aun en ese fracaso hay esperanza.
[Foto buscada y elegida por el editor: propiedad de Isabella Castillo, Loyola University]
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