Abordar el debate entre el libro electrónico y el libro en papel es un tema ya trillado. Creo que el supuesto debate entre ambos formatos fue más un recurso de mercadeo que una discusión verdadera. Yo no estoy en contra ni a favor de nadie cuando se empecinan en pelear donde lo que menos hay es pleito. Pero sí peco contra la ecología por ser un amante de las bibliotecas, es decir, de las bibliotecas físicas, de los estantes llenos de libros con páginas amarillentas o blancas. Me encanta la heterogeneidad de los libros, la variedad de las pastas, los lomos, las editoriales. Me gusta pensar que cada uno está pensado para ser algo hermoso, y lo que menos hay es un libro parecido a otro. Todos tienen un carácter, algo que los diferencia.
Recuerdo con nostalgia cada una de las bibliotecas que visité desde que era niño. Porque siempre anda uno de turista entrometido, y quiere ver los libros de las casas que visita. Ahora, en este espacio, quisiera recordar aquellas bibliotecas que para mí fueron descubrimientos capitales y que, gracias a la bondad de sus dueños, aceptaron darme en préstamo algunos libros valiosos. Espero funcione como un minúsculo agradecimiento.
En primer lugar está la pequeña biblioteca de la casa del Jícaro, la primera que conocí, leí y parte de la cual aún hoy me acompaña. En la casa nos hacían falta muchas cosas, pero libros había siempre. Mi mamá conseguía una gran cantidad que mis familiares le regalaban… a ella le importaba que yo leyera, siempre pensó que formándome, leyendo, me iría mejor en la vida. Y bueno, no sé si en la vida me ha ido mejor o peor, pero ella me enseñó a leer e implantó en mí la semilla del amor por la lectura. Con el tiempo fue llenando un mueble con los libros que mi prima María José mandaba para mí y con los que escogía de la biblioteca que ya teníamos.
También recuerdo con cariño las bibliotecas de las instituciones educativas en las que crecí. Con especial cariño, la biblioteca de la escuela del Jícaro, llena de enciclopedias y de algunas obras literarias a las que acudía con regularidad, cuando mi mamá trabajaba y yo no tenía clases. Recuerdo la biblioteca del Javier, de la que leí a Shakespeare, y la de mi tío Beto, de la que leí el Fausto de Goethe y la primera parte del Quijote en esas colecciones verdes de pasta gruesa, Clásicos Jackson. Recuerdo también que cuando vine a Guatemala con la intención de estudiar, mis tíos me abrieron no solo las puertas de su casa, sino también las de sus libros. Más o menos a esa edad, entre los doce y los dieciséis, recuerdo haber leído libros hermosos provenientes de esa casa: de Arthur Conan Doyle a Julio Verne, a Hemingway, a Poe, a Jack London.
Cuando entré a estudiar a la universidad, lo hice simultáneamente en la Landívar y en la San Carlos; y de ambas me convertí en un habitante permanente de sus bibliotecas. Durante los primeros años de carrera, prefería pasar mis recesos leyendo a gastar dinero en la cafetería. Casi no conversaba con nadie y la biblioteca era un refugio del bullicio y la algarabía. Además, por andar de loco estudiando dos carreras, raras veces tenía tiempo de salir de ellas. Me hice amigo de los libreros y aún tengo la fortuna de conservar algunas de esas amistades. Para mí, era un lugar realmente impresionante. En las bibliotecas universitarias podía uno perderse durante varias horas, sin sentir que el tiempo pasara. Hace poco revisé el portal de la U y me percaté de que era posible acceder a todo el historial de préstamos de libros. Me sorprendí por el ímpetu con que leía entonces, ojalá algún día pudiera recuperarlo. Aunque sé que eso no sucederá. Cada vez leo menos y requiero más energía, más esfuerzo; estoy más cansado y disperso por el trabajo. En la Landívar, en 2006, me dieron un pequeño reconocimiento por mi asiduidad. Había sido, sin pretender serlo, la persona que más libros había prestado ese año.
Cuando comencé a trabajar, en librería SOPHOS, comencé también a comprar libros para mí. Entonces, la biblioteca que tenía estaba hecha a medias con una generosa donación de un amigo que se había ido a Estados Unidos. Me dejó sus libros, y hoy raras veces me entero de su vida. Pero soy consciente de mi deuda, con él y con su madre, que era la dueña de los libros. Una biblioteca personal es en sí una especie de santuario. Un espacio físico casi íntimo. Por un lado, habla mucho de nuestros gustos, de nuestras lecturas, de los libros cuyo acompañamiento hemos decidido conservar para nuestra vida. La biblioteca es un texto, abierto, que habla sobre nosotros. La forma en que ordenamos los libros, la forma en que los marcamos, los firmamos y conservamos.
Conozco personas que han decidido donar su biblioteca. Una decisión admirable que yo no podría hacer, a la fecha es el bien material más preciado y valioso que poseo. Es impresionante la resolución de esa gente. Imagino que después de un largo proceso de crecimiento, uno podría prescindir de los libros, es decir, del objeto-libro. Recuerdo un relato de Monterroso donde habla de lo complicado que resultó para él escoger una veintena de libros para donar. Yo aún estoy demasiado maravillado e infinitamente agradecido con las bibliotecas, como para prescindir de ellas. Es ahí donde deposito de alguna forma mi esperanza. Donde de alguna manera habita aún un poco de fe en la humanidad.
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