Cuando la realidad aturde más que la ficción


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalCuando uno se vuelve un lector más o menos frecuente, cada vez resulta más difícil dejarse sorprender. Y si a esto le agregamos lo insólita que puede volverse la realidad tangible, el resultado es aún más desalentador. Por muy universal y trascendental que sea una obra literaria, por muy genial y magníficamente lograda, la percepción que uno tenga de ella divergirá por completo según la época en que se lea.

Hace varias semanas terminé de leer el Santuario de William Faulkner. Cuando empecé su lectura esperaba con ansias dejarme desgarrar por la historia cruda y desesperanzadora que me auguraron muchas reseñas sobre esta novela. Sobre ella alguna vez leí que hacia 1929 más de un editor la rechazó por tratarse de una historia demasiado cruenta, pero sobre todo abrumadoramente desalentadora, a tal punto que el mismo Faulkner, antes de volverla a presentar, tuvo que hacerle una revisión exhaustiva con el fin de atenuar algunos episodios atroces que pudieran resultar desmesuradamente ofensivos. Mientras tanto en 1930 se publicaría Mientras agonizo, una historia de virtuosa originalidad que además presentó al mundo una nueva forma de narrar, convirtiéndose en sí misma en un revolucionario manual de estilo. A partir de entonces y hasta nuestros días, Faulkner representaría para la forma —la de narrar de otros— lo mismo que Kafka tras su reciente muerte por aquel entonces ya empezaba a representar para el contenido.

La razón por la que Santuario no adopta esta misma innovadora técnica narrativa quizá sea simplemente porque en esencia fue escrita antes que Mientras agonizo, a pesar de no aparecer publicada sino hasta un año después en 1931. No obstante, se trata de una novela cuyos 31 capítulos de extensión desigual y su descripción alternada de sucesos constituyen una unidad esférica perfecta —acaso mejor lograda que en su singular y original novela predecesora—, una bola de lana ovillada con suma destreza y en la que es imposible ver un hilo suelto.

Es por ello que Santuario continúa siendo una obra sorprendente para nuestra época, pero más por la maestría de su forma compacta (que no es lo mismo que breve) que por la historia de sus sombríos personajes en decadencia. Para nosotros, los que resignados y hasta indiferentes vemos a diario lo que transcurre en nuestro mundo real, Popeye ya no es ni la sombra de perverso que puede llegar a ser un sicario de nuestro tiempo, la inocencia desesperadamente estúpida de Temple hoy la padecen muchos que se autocondenan a ser víctimas y a no defenderse, la muerte horrenda de Lee resulta siendo un chiste en comparación a la cantidad de personas inocentes que hoy mueren a diario de forma violenta, la torpe justicia que lo acusaba no es ni la mitad de incompetente y apañada que la de nuestros propios países, y por último, Horace no es más que la representación fiel de muchos hombres y mujeres idealistas e ilusos de la actualidad que a diario se desilusionan —o con mejor suerte, se desengañan— de un mundo terriblemente realista en el que los buenos no siempre ganan, y de hecho, cada vez ganan menos. En un mundo que tiene más buenos que malos, claro está, pero en el que un solo malo puede tener más poder que un millón de buenos; y esta es la desproporción que muchos optimistas no son capaces de ver.

Los editores de Faulkner, que se escandalizaron tanto con Santuario —y hasta Faulkner mismo— seguramente se horrorizarían al vivir en nuestro tiempo y darse cuenta que este mundo, del que ellos alguna vez también fueron parte, puede llegar a ser más chocante y degenerado que el de cualquier ficción imaginable.

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