Estuve leyendo La llama doble de Octavio Paz, trabajo sobre el amor y el erotismo. Cuando revisé de manera azarosa las primeras páginas me pareció interesante repasar el mundo antiguo sin una doctrina del amor. No sé si me pareció gracioso.
Estaba en una librería grande con mi mascarilla puesta mientras contemplaba a otros lectores abriendo libros con sus mascarillas puestas. Pensé en la falta de doctrina actual con relación al amor, quizá la traducción simple, esa imposibilidad de sucumbir ante el abrazo o cualquier otra muestra de afecto; y me cercioré entonces de mi realidad inmediata: una mascarilla, un alcohol en gel y una cartera con pocas pertenencias.
Después volví sobre el texto, sobre el eros platónico; ese que, según Octavio Paz en sus líneas, había desnaturalizado al amor, transformándolo en un erotismo filosófico y contemplativo. Volví a revisar minuciosamente lo que estaba sucediendo a mi alrededor: personas con tapabocas y con los ojos abiertos revisando textos.
Pensé en ese gozo implícito que lleva a la literatura occidental a representar por un lado las pasiones humanas y por otro las ansias de poder. Permaneciendo en el extenso espacio con multitud de libros observé a mis semejantes y por un momento me perdí en esas dudas que punzan, en la razón de ser de los textos, en los objetos de consumo.
Me senté para detallar con malicia en la pupila a las personas que revisaban la sección de autoayuda (en su mayoría mujeres). Después encontré a varios señores entrados en años buscando libros históricos, batallas campales, sangre y pedazos de catarsis (otras formas veladas de autoayuda).
Entonces me enfrasque en mis propias dudas: las que punzan; esas de las que están compuestas mis inquietudes: ¿Qué libro comprar y para qué?
Después, pasados algunos días, pensé que en aquella ocasión no había tenido suerte. Fui nuevamente a esa gran librería, alguien estaba con una mascarilla de colores agradables y pensé que llevaba inscrita una frase célebre del libro El amor en los tiempos del cólera. Entonces imaginé la mascarilla con letritas muy pequeñas: «Hicieron traer las gallinas vivas de la Ciénaga de Oro, famosas en el litoral no solo por su tamaño y su delicia, sino porque en los tiempos de la Colonia picoteaban en tierras de aluvión y les encontrábamos en la molleja piedrecitas de oro puro».
Después de observar semejante muestra de genialidad todo en la librería habría variado su curso. Los libros de autoayuda serían quemados por esa mayoría de mujeres y en su lugar habría hologramas con contestaciones precisas de los grandes genios de la literatura. Ahí estarían todas las respuestas al dolor y al horror de la naturaleza humana. Los libros de historia seguirían ahí con más sangre y mas sudor. La catarsis sería vacuna.
Una vez más me encontraba haciendo uno de esos ejercicios extraños que me provocaban cosquillas —como los pájaros picamaderos a los árboles— en medio del recién terminado 2020, año difícil, extraordinario, impensable y devastador. Mandaría a imprimir una mascarilla con la siguiente frase: «Hicieron traer tapabocas por docenas procedentes de China, por motivo del silencioso monstruo, famoso en el litoral no solo por su tamaño y su astucia, sino porque en tiempos de pandemia picoteó en todas las tierras y le encontrábamos en la molleja rastros del virus en las gotas microscópicas de saliva de las gentes».
Después vendría el erotismo filosófico y contemplativo, allí mismo en la librería, donde, sin voluntad, todos los lectores estaríamos con la boca cerrada pero con los ojos bien abiertos, buscando con desesperación algo sobre la doctrina del amor. Si es que alguna vez existió tal cosa.
†
¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?