Amo elegir mis libros como elijo mi ropa: cada prenda que uso está integrada a un relato que nunca podré contarte. Muchas veces, obviando las exigencias del clima o la etiqueta, termino en la oficina con un vestido largo y elegante o saltando charcos en la calle con un par de tacones azul metal. Tengo míticos hallazgos de los baratillos y suntuosos regalos de carísimas boutiques. Y como mi clóset, mis estanterías reúnen trágicos recuerdos de la moda y clásicos indiscutibles. Junto a mi chaqueta de cuero argentino se cuelga un saco de brillantina dorada digno de Juan Gabriel. Creo que me explico.
Por eso, cuando un sorpresivo artículo de Buzzfeed me sugirió The Girl in the Flammable Skirt (La chica de la falda inflamable) de Aimee Bender, no dudé en compartirlo como un deseo de cumpleaños en mi cuenta de Twitter. Además del título, me cautivó esta sencilla descripción de Harper’s Bazaar: «Cómico, profundo y un poco sucio». El deseo se cumplió de forma mágica y recibí una copia en pasta dura.
Originalmente publicado en 1998, The Girl in the Flammable Skirt reúne quince relatos dispuestos en tres etapas. Cada uno destaca por las escenas surreales, inevitablemente chistosas y excitantes en una manera que preocuparía a mi psiquiatra. Los personajes de Bender se compenetran con objetos (animados o no) en plena tradición cortazariana, pero sus preocupaciones son tan enternecedoras como la manera de cortar un pastel de mazapán que sobró en la funeraria o las opciones decorativas para un tazón de cerámica verde. El amor se pinta de absurdo: Bender relata el sufrimiento de una mujer que no puede amar a su marido sin labios, o una chica que se enamora de un jorobado que le parte el corazón al revelar que su deformidad es meramente prostética.
Mi relato favorito, Call My Name, acompaña a la heredera del inventor del gancho adhesivo mientras viaja por Nueva York en vestido de gala persiguiendo a un hombre desconocido que accede a recortar su atuendo sin siquiera tocarla. Desnuda, atada a una silla en la sala, la protagonista escucha al tipo mientras él mira la televisión y responde a los programas de concursos. El sonido del triunfo llena la habitación. Mientras tanto, el relato epónimo propone a una chica cuya falda multicolor se incendia en un baile. «¿Habrá pensado que fueron las velas o que lo hizo ella misma? Con el sorprendente giro de sus caderas y la cálida música en su interior, ¿habrá creído, por un glorioso segundo, que su pasión había llegado?»
Las vagas pero insistentes motivaciones de los personajes crean una incómoda pero cautivadora amalgama: un misterio imposible de resolver empapado de una emoción transparente y desvergonzada. No me atrevo a llamarlo realismo mágico porque el estilo de Bender está claramente más preocupado por la imagen del absurdo, con diálogos que sonrojarían a Samuel Beckett y premisas que se burlan de todo lo normal. Aimee Bender se deleita en el desorden: tiene la caótica belleza de un collage y el encanto de una pared saturada de grafiti y enredaderas. Entre el kitsch y la lucidez, sus relatos son un deleite inesperado de todo lo mundano que guardamos tan cerca del corazón.
Que Marie Kondo diga lo que quiera, pero muchas de las cosas que elijo conservar me acompañan precisamente porque fueron instrumentales en mi relato: un vestido verde con flores percudidas, una falda de cuero negro legítimo, un collar de cristal antiguo o un sostén de encaje rojo. En cierta forma, bien puedo decir que todos son inflamables.
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