En la era de los remakes, franquicias y celebridades repentinas de un video viral, está claro que tanto los discos como las películas se producen primordialmente para vender. El público es cada vez más demandante, con una memoria menos ágil y una mayor variedad para elegir cómo gastar su dinero. Y los artistas, lógicamente, corresponden con los productos creativos que la gente quiere. No por nada tenemos una avalancha de nostalgia y hedonismo en los medios. La novedad es una moneda extremadamente volátil.
Y parece que esta moneda entró al negocio editorial: el más vendido del año pasado fue (la trágicamente mediocre) Harry Potter y el legado maldito. La lista de títulos más vendidos de Business Insider reúne los «nuevos clásicos»: Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, Los cinco lenguajes del amor…, algunos libros para niños, la Constitución estadounidense, la guía para los SATs y el texto (¡teatral!) del mago Potter con una sola obra literaria: Matar a un ruiseñor. Es lógico decir que esta última cobró nueva importancia por la muerte de la autora, pero suelo pensar que su nueva popularidad se inspiró en los recientes conflictos raciales en la justicia norteamericana. Las franquicias, los titulares y los cursos de superación cumplen su propósito de desplazar estos textos.
Habiendo crecido con la serie del mago británico, me animé a procurar una copia para regodearme en la nostalgia. Para no sugerir que mi recuerdo de infancia fue irreparablemente arruinado, diré que existe un claro declive en calidad posiblemente atribuible al autor invitado, pero la presencia en portada de la autora original evidencia que se trata de un esfuerzo por compromiso. La obra toma un argumento de viaje en el tiempo para atiborrar de cameos y callbacks la mente de la audiencia, más melodramáticos que intertextuales. Claro, las personas seguirán comprando lo que traiga el nombre de la franquicia y J. K. Rowling seguirá encontrando maneras de sangrarle ingresos: desde un videojuego dedicado a la información enciclopédica de su universo ficticio hasta una adaptación teatral que completamente traiciona el mito original y el desarrollo de sus personajes.
Pero volvamos a la lista. Únicamente dos novelas contemporáneas lograron un lugar en los últimos 10 y sus portadas no están exentas del aviso que garantice su compra: Now a major motion picture. El éxito que tienen las adaptaciones literarias en el cine se ha vuelto una nueva normativa para la producción contemporánea. Por eso se filma todo aquello que parezca vendible, desde Brooklyn, la premiada novela de Colm Tóibín, hasta la tercera entrega de Cincuenta sombras de Grey.
Sin embargo, la razón por la que se supone que se hace arte, sea cine, música o literatura, se basa en el concepto del sueño. Ser doctor, ingeniero o abogado, comprar la casa, enganchar el vehículo familiar y retirarse cómodamente son elementos de un proyecto de vida, al menos para cualquier persona que escriba su portafolio de Seminario. Pero ser artista es típicamente desmerecido como algo que quizás se puede perseguir si uno tiene el tiempo, el dinero, los recursos, el talento y la disposición de sacrificar lo cómodo y conveniente en lugar de proyectar un futuro. Con esta idea, la gente suele pensar que un artista y su obra valen más a medida que él haya sufrido o renunciado (un estrafalario musical en torno a ese mito domina los premios cinematográficos este año). Asimismo prevalece la idea, entre los artistas, de que venderse bien es un motivo de vergüenza o mediocridad.
¿Existe realmente un riesgo para la calidad cuando el arte es rentable? Viendo el éxito masivo de La chica del tren y la cuestionable (pero exitosa en taquilla) adaptación cinematográfica, me arriesgué a comprar el libro, número dieciséis en la lista de ventas. Alguien que me vio leyéndolo me comentó muy emocionado que éste era «la siguiente Perdida», y justo en ese momento entendí cuál era el gran escándalo del libro. La novela debut de Paula Hawkins es menos demandante que la de Gillian Flynn y está claramente enfocada en convertirse en un guion (pocos personajes, descripciones objetivas y abundantes motifs visuales). Sin embargo, la gran diferencia está en que Hawkins intenta construir un personaje más vulnerable, menos agresivo que la magnífica Amy Dunne pero capaz de simpatizar con una porción más grande de su demográfica. Por tanto, mientras la historia emplea las misma táctica de narradores cuestionables y elementos distractores, su lectura es considerablemente más fácil de seguir, más cerrada.
Cuando trabajé vendiendo libros para niños y jóvenes entendí aún mejor esta dinámica de consumo y arte. Leí decenas de novelas infantiles y juveniles con drásticas diferencias en su calidad, pero conocer a algunos de los autores y editores fue aún más revelador. No solo aprendí que es ridículamente subvalorada la tarea de autoría, sino que vi una industria desesperada por producir lo que se adapta a los géneros preestablecidos. Los parámetros son los caprichos nostálgicos de aquellos editores en plena crisis de la mediana edad, las reglas que impondrán los colegios, las centenas de desórdenes psico-emocionales que ahora inventaron para el adolescente promedio y, sobre todo, la insistencia de crear algo que se ajuste cómodamente al género. Lo menos rentable es la revolución, y ese miedo de arriesgarse es lo que le da una imagen tan aburrida a la industria literaria popular (y ni se hable de la juvenil).
Quizás se necesitan más personas dispuestas a invertir en un riesgo (como lo fue la fascinante Perdida). A los lectores les entusiasma sentirse inteligentes o cómplices de algo inesperado y desbaratador. Contrario a lo que dicen personas más sentimentales, escribir es muy fácil. No por nada tenemos tantas cadenas de mensajes y millones de fanfics y el infame Buzzfeed. La gramática, ortografía, tropos y manipulaciones se pueden aprender, pero lo que le falla a todas las personas que mistifican el arte de escribir es el miedo de romper una expectativa.
Y suelo pensar que si existe una historia no contada, un autor brillante para narrarla y un personaje que desafía nuestras percepciones, merecen al menos una oportunidad de alcanzar a las personas que lo buscan. Existe el riesgo de que se pierdan sumas millonarias, pero sé decir que las novelas conformistas acumulan pérdidas peores cuando juntan polvo en una bodega a la espera de ser destruidas. La voluntad en este caso debe ser de ambas vías: lectores y editoriales que celebren la diversidad y variedad, y autores que entiendan que se puede ser exitoso o pobre, pero que lo único vergonzoso y mediocre es ser aburrido.
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