Correr puede ser uno de los actos más importantes de la vida y quizás tan bello como soñar o besar. Asimismo, es sabido por todos que, en los últimos años, esta actividad ha tenido un auge inesperado por muchos en Guatemala, especialmente por los que corrían solitarios desde tiempos prehistóricos. Claro, hay quienes con distintos propósitos lo han convertido en una actividad fashion, pero no son estos corredores los que deseo destacar.
En una conferencia en la universidad o en algún lugar que he olvidado, una psicóloga explicaba las patologías más comunes de las personas e indicó que una de ellas es correr, pues quien corre, según dijo, lo hace para escapar, para olvidar. Eso ya lo sabía y me pareció genial escucharlo de una mujer tan sutil. Correr es un desafío contra uno mismo y creo que ha sido algo inherente a mi vida a pesar de que con el tiempo he tenido que dejar los caminos durante ciertas temporadas por disímiles razones. Sin embargo, con el videotape de los años he notado una evolución sobre el asfalto y la terracería: una generación insospechada de corredores, y eso me da cierta esperanza.
Al principio, cuando salía a correr a todas horas (aún no trabajaba), siempre encontraba a corredores silenciosos, con atuendos costosos y lentes de sol, incluso algunos con las llaves del auto colgándoles de la cintura. Rara vez alguien saludaba a otro, y aún menos sonreía. Especialmente yo, porque además de ser tímido me sentía ajeno en medio de esos corredores que lucían lujosos trajes deportivos y me llevaban muchos años de edad; a veces los imaginaba siendo los seguidores de un sol perdido. Además, con la posterior llegada del iPod a Guatemala, los pocos que saludaban se volvieron menos o se extinguieron, pues ahora tenían la excusa de que su música los absorbía. De igual manera vinieron los asaltos a corredores y eso, sin duda, es una razón de peso para ser precavido.
Con aquellos primeros recorridos me di cuenta de que era una actividad solitaria, silenciosa y adecuada para meditar. Todos pretendemos olvidar cuando corremos porque es sencillo lanzarse al asfalto y mover un pie tras otro y acelerar hasta romper el tiempo. Mas, con los años, he visto una evolución en los corredores que nos desplazamos en muchos senderos de las cercanías de Carretera a El Salvador, y sería fantástico saber que es así en otras partes: paulatinamente, ha surgido una nueva generación que, lejos de llevar encima Adidas o Nike, o las llaves del auto, se han lanzado a las carreteras y a los caminos de terracería usando ropa que no podría llamarse deportiva, con zapatos viejos o rotos, sin duda heredados o comprados ya con uso (mucho uso), solitarios o en pequeños grupos.
Debo admitir que creí, torpemente, que el fenómeno duraría poco, pero lentamente ha ido aumentando el número de estos dueños alternos del camino, desafiantes y valientes, que le roban tiempo al amanecer o al ocaso y se enfrentan al clima para entregarse al cansancio o a una playlist que les devuelve recuerdos o que les ayuda a olvidar, a escapar. La terapia a veces es masoquista. Y resulta curioso, y me causa agrado, que esta anomalía se dé y que los corredores actualmente no sean los de siempre y demuestren a todos que correr no es solo tomarse la selfie en la Avenida Reforma o recorrer medio kilómetro en tras una antorcha de independencia (actividad que también me encanta) o vestir los domingos la playera de alguna 21K para que te digan corredor. Porque correr es ese impulso de olvidarte de todo por unas horas mientras te pierdes por las calles, las carreteras, los árboles y en ti mismo, ya sea con una playlist en tu teléfono o disfrutando la playlist del viento.
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