Después de una vida de viajes, inmerso en lenguas de distintas raíces y abriendo puertas entre esos idiomas y el español, el mexicano Sergio Pitol murió el mes pasado en Xalapa, Veracruz. Había pasado allí sus últimos años, apenas interrumpidos con algunas estancias en una clínica al oeste de La Habana donde buscaba revertir una afasia: esto es la disfunción de las zonas encargadas del lenguaje de la corteza cerebral que produce la pérdida de la capacidad del habla, ya sea porque no se puede procesar el mensaje recibido o porque no se logra emitir una respuesta fluida.
¿Puede existir un drama mayor para un escritor que verse despojado de su materia prima? Es como imaginar a un carpintero sin madera o a un panadero sin harina. Debió ser terrible la impotencia de Pitol al verse expulsado del reducto donde se movió toda la vida.
El reconocimiento que fue ganando a lo largo de décadas lo llevó a recibir en 2005 ―en forma inesperada para él pero en un gesto de enorme justicia― el premio Cervantes, fundamentado en la manera de imbricar en su escritura la ficción, el libro de viajes y el ensayo literario, además de ser traductor al español de muchos autores notables como Boris Pliniak, Robert Graves, Henry James, Anton Chéjov, Malcom Lowry, Virginia Woolf y Witold Gombrowicz (por pedido del mismo Witold), entre otros. De hecho, la Editorial Veracruzana de México posee una biblioteca con su nombre, donde se reúnen sus versiones al español de estos autores.
También son destacados los ensayos de El tercer personaje, donde además de repasar facetas poco conocidas de Miguel de Cervantes, reúne varios textos memorables: el homenaje a Augusto Monterroso como maestro tallerista e inductor en el conocimiento de los clásicos, la formación lectora (algo constante en sus ensayos pero que siempre ofrece distintas visiones sobre los engranajes de una mente y una vida entregada a la literatura) y en especial uno donde habla ―en contra de lo que se establece en forma usual― sobre la necesidad de que los escritores jóvenes trabajen en conjunto para romper miedos y engarzar ideas que permitan liberar la creatividad.
En una entrevista de 2001 declaró que si se hubiera quedado en México probablemente no se habría convertido en escritor, al mismo tiempo que destacaba «el alejamiento, la soledad y el contacto con otros lugares como factor necesario para recomponer la memoria y las soledades de la infancia». Esto es cierto porque, a pesar de pasar casi treinta años fuera de su país desarrollando una vida diplomática en París, Varsovia, Budapest y Moscú, entre otras, sus novelas reunidas en el Tríptico de Carnaval ocurren en México y tienen como germen común desentrañar los enredos de la sociedad mexicana a lo largo de las épocas.
A mi juicio, lo mejor de la obra de Pitol se reúne en los ensayos de la Trilogía de la memoria: El Viaje, quizá el más breve entre los suyos, pero uno de los más ricos por la manera en que engarza los géneros; El mago de Viena, obra sin índice que parece una reunión de lectores en un bar que van saltando sin barreras entre autores, libros y viajes; y por último, El arte de la fuga, título inspirado en una obra de Juan Sebastián Bach y que deja ver su amor nunca disimulado por la cultura europea —filia que, aunque constante, también fue cambiante pues en su juventud llegó a declarar que no había literatura comparable a la de autores ingleses del siglo XIX; y luego, tras muchos años en Europa Central con visitas al este del continente, se inclinó en favor de los rusos—. De este último título, mi favorito entre los suyos, rescato esta perla que sintetiza, visto desde el otoño de la vida, el vector que rigió su trayectoria:
Durante muchos años la experiencia de viajar, leer y escribir se fundió en una sola. (…) El viaje era la experiencia del mundo visible, la lectura, en cambio, me permitía realizar un viaje interior, cuyo itinerario no se reducía al espacio sino me dejaba circular libremente a través de los tiempos (…) Y escribir significaba la posibilidad de embarcarse hacia una meta ignorada y lograr la fusión del mundo exterior y aquel que subterráneamente nos habita.
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¿Quién es Leonel González De León?