El 23 de mayo de 1928 un joven abogado llegó a su casa con botellas de alcohol y somníferos ocultos en los bolsillos de su traje. Era de noche y su familia dormía. Se encerró en su habitación, pero jamás saldría por sí mismo de ella. En la madrugada del 24 de mayo su corazón dejó de latir y sus manos, que hace nada habían escrito hermosos versos, dejaron caer una botella de licor. Cerca de las diez de la mañana su madre entró al cuarto y vio a su hijo muerto. Alfredo Espino, sin siquiera haber cumplido treinta años, se había quitado la vida.
«Yo que llevo en el alma las dudas escondidas,
cuando tengo las alas de la ilusión caídas»
A su muerte la obra que dejó no eran más que un puñado de papeles con poemas que jamás se hicieron a la idea de verse publicados. Tuvieron que pasar años para que Jícaras tristes viera la luz. Pero ¿qué valor real nos aportan los versos de aquel joven suicida? ¿Qué podía decir un joven de veintitantos años al mundo que conoció? Entre sus letras no hay rastro de intención por comunicar un mensaje, ¿o sí?
La obra de Alfredo Espino se puede leer de formas distintas. Una es verla con ojos románticos e interpretarla como una oda la naturaleza, como una carta de amor a su tierra. Esta versión lo aleja radicalmente de sus contemporáneos y de sus sucesores. Si Dalton se dedicó a entender a su sociedad y sus escritos estaban dirigidos a personas, los de Espino deseaban alabar las montañas y los ríos de su patria. Dalton entendía a El Salvador como las personas que viven en él y Espino como el territorio que los recibió al nacer. Pero ¿y si ello no fuera así? Si volvemos a ese 24 de marzo de 1928 y leemos sus poemas con los ojos de aquel que se arrebató la vida, ¿no se siente, acaso, que entre esas letras hablaba para él mismo? ¿No es lógico pensar que ese ternerito que bebía luz era él?
«El agua brota lenta, y en su remanso brilla la luz;
un ternerito viene, y luego se arrodilla
al borde del estanque, y al doblar la testuz,
por beber agua limpia, bebe agua y bebe luz».
Su obra emana esperanza. El mundo que construye es bello y armonioso, pero El Salvador de su época —y el de todas las épocas, cabe resaltar— estaba lejos de ser así. Las imágenes que se edifican en sus versos parecen más el sueño utópico de un hombre que no conoció la paz, un intento por dejar los pensamientos que lo atormentaban y arrojar a lo lejos las presiones que su familia ejercía sobre él.
«¡Dos alas!… ¿Quién tuviera dos alas para el vuelo?
Esta tarde, en la cumbre, casi las he tenido».
No digo que entender su obra con ojos románticos esté mal, pero creo que vale pena leerlo desde otras dimensiones. Solo Alfredo Espino sabrá si era su intención construir un escape personal o simplemente adorar el entorno que sus ojos presenciaban. Pero algo es innegable: al ver cómo vivió y terminó sus días, cuesta trabajo creer que entre sus estrofas no hubiera más ejercicios de estilo y cañales danzantes.
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