Por un azar obligatorio, me encuentro leyendo nuevamente Pedro Páramo.
Tengo un amigo que hace algunos años me contó sobre un amigo suyo que creía en la necesidad de leer Pedro Páramo por lo menos una vez al año. Más si uno pretende ser escritor. Y mi amigo, que sabía que yo pretendía serlo, me lo contó como un secreto de oficio.
Y el amigo de mi amigo, monásticamente, religiosamente, cada primero de enero, luego de los estertores de las bombas y de los juegos artificiales de fin de año, incluso tal vez con resaca, se sentaba y leía con sed, página tras página y de una sentada, los susurros de los habitantes de Comala.
Gracias a Octavio Paz me entero de que el título original de la novela era Los murmullos. “Un título perfecto para una novela construida con los murmullos que se escuchan de los muertos”, dice Paz, y pienso que es cierto, que la novela con su absoluta perfección logra que uno perciba que su estructura real son los murmullos verdaderos de los muertos habitando un poblado imaginario; pero también pienso que Pedro Páramo es un buen nombre. Me recuerda a la soledad de las islas, a las montañas vacías y a las calles desiertas de los pueblos fantasma.
Gracias a Rafael Reig me entero también de que Rulfo pensaba escribir otra novela además de Pedro Páramo. Que la novela o el libro se iba a llamar Cordillera pero que nunca lo concluyó. Que a diario, frente a un café respondía a la interpelación que le hacía Juan Carlos Onetti: “¿Hay cordillera?”. “Aún no”, respondía Rulfo. Y recuerdo con algo parecido a la ternura, o al menos a la comprensión, esas palabras como si no fueran del libro de Reig sino de los labios del mismísimo Juan Rulfo, incapaz de superarse a sí mismo, desde donde se escuchaban. Por otra parte, en una entrevista que me llegó por rumores, a Rulfo le preguntaron que por qué después de los relatos y de Pedro Páramo no había escrito más nada. Y él respondió que “porque la gente que me contaba las historias se murió.”, y con eso realizaba un pacto tácito de sensatez con el silencio. El mismo silencio que por momentos pareciera poblar las páginas de sus dos libros. Rulfo es un escritor del silencio.
Pienso en Juan Preciado, heredero de un enorme cementerio. De un enorme poblado desierto. Del vacío de lo inhóspito que se extiende ante la completitud de la mirada. Es la tercera vez que leo Pedro Páramo, y evidentemente fui un mal discípulo del consejo que una vez recibí, pero vuelvo a experimentar el miedo y la sorpresa. Vuelvo a admirarme de ese principio: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo”.
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A releer a Pedro Páramo, se ha dicho.
Muchas gracias Daniel por tu lectura y tu comentario. Espero que te hayás dado cuenta que sos vos el amigo de quien hablo. Un abrazo.