Guatemala, en sus casi dos siglos de historia republicana, no ha podido experimentar una transformación política sin que esta venga acompañada de violencia en todas sus formas y vertientes. Su posición como centro administrativo en la Colonia y la estructura ultra centralista del poder estatal, aunado a la decisión de que su desarrollo económico vendría por los frutos de la tierra en manos de unos pocos, acabó por modelar la mentalidad de sus dirigentes, convirtiéndolos en unos de los más conservadores de América Latina.
Argentina, por su lado, una sociedad compuesta por ascendencia migrante, ha sido, por el contrario de Guatemala, el centro del progresismo en el continente. Se trata de un país que siempre estuvo en contacto con las ideas más disruptivas de cada momento. Recientemente Guatemala eligió un líder de la izquierda progresista; mientras que Argentina, que fue bastión de la izquierda latinoamericana durante casi todo este siglo, eligió hace pocos días al presidente más conservador de los últimos cincuenta años. Ambas elecciones, así como sus consecuencias, no son más que frutos de las historias de ambos países y, sobre todo, de sociedades cansadas de sus políticos.
Bernardo Arévalo no estaba destinado a ser presidente de Guatemala. En otros años no hubiera estado ni cerca de lograrlo, pero el cansancio por la corrupción endémica del Estado guatemalteco (misma que desde ya le está haciendo lo imposible para desempeñar el cargo para el que ya fue electo) fue lo que le dio el triunfo al candidato más alejado del perfil del político tradicional. La desnutrición infantil, la elevada pobreza y el olvido del interior del país en favor de concentrar toda la riqueza de la nación en la ciudad capital —y con ello una desigualdad aberrante— hizo que la izquierda volviera a gobernar Guatemala por primera vez desde los tiempos de Jacobo Árbenz.
Javier Milei, que hace pocos años paseaba por programas de televisión peleándose con todo el mundo —en defensa de unas ideas que incluso harían ver hasta al mismo Friedrich von Hayek como socialista—, es ahora el presidente electo del país del matrimonio Perón y de la familia Kirchner. Sus ideas no son compartidas por la mayoría de los argentinos; diría que ni siquiera por la minoría, sin embargo, quizá él no lo necesitaba porque hay un dato contundente que lo hizo presidente: 140% de inflación.
Leí en algún lugar que muchos no se explicaban cómo pudo ganar el “fascista”, “alumno de Videla”, “anti derechos”, entre otras descalificaciones. Quizá no puedan entender el resultado electoral porque comen tres veces al día, no se acuestan con el temor de que su salario el otro mes valdrá la mitad o que el otro año deberán dejar de comer carne porque es eso o pagar el alquiler.
Quizá la soberbia de la izquierda argentina —enviando a la candidatura presidencial al ministro de economía que provocó un 140% de inflación o que dos de cada tres niños sean pobres, y que hizo que en el granero del mundo hubiera gente pasando hambre— tuvo mucho que ver. También leí que los argentinos votaron con la cartera; aunque yo diría más bien que algunos lo hicieron con el estómago porque, aunque a muchos les cueste entenderlo, ni los derechos humanos, ni la memoria histórica, ni cualquier cosa terminada en “ismo” importan cuando hay hambre.
Bernardo Arévalo y Javier Milei son dos personas cuyas ideas se hallan en las antípodas las unas de las otras, pero como políticos, como fenómenos políticos, son dos caras de la misma moneda: el reflejo del cansancio de sus respectivas sociedades ante la corrupción, la pobreza y una política que se olvidó de su rol más básico: el de atender las cuestiones más prácticas del día a día de sus ciudadanos.
A ambos, los medios de sus países se dedicaron a atacarlos en plena campaña electoral —y después de ella—; a uno lo llaman comunista, al otro fascista y a los dos les sacaron frases de contexto para publicarlas en titulares de prensa y les hicieron nadar entre un mar de descalificaciones, difamaciones y ataques. Porque lamentablemente quienes se han casado con ciertas ideas llaman “comunistas” o “fascistas” a cualquiera que no piense igual que ellos. Pero ni los unos saben qué es comunismo ni los otros saben en qué consiste el fascismo, y solo les interesa gritar cada vez más fuerte hasta ahogarse en el sonido de su propia voz. Y, sin embargo, ambos candidatos lograron imponerse ante todo esto y llegar a la presidencia.
Arévalo está viviendo en carne propia la resistencia que el Estado de Guatemala ha puesto cada vez que —desde su nacimiento— siente vientos de cambio. Milei, cuyo país tiene una tradición democrática mucho más madura que la de Guatemala, no ha visto problemas para que su triunfo sea reconocido, pero se enfrenta a una industria mediática que se empeñó en pintarlo como Satanás. Si Arévalo, como ha pasado siempre en Guatemala, debe verse envuelto en una guerra con el propio Estado para asumir la presidencia; Milei se valió de crear un partido personalista y canalizar el gran descontento social con la clase política de su época para ganar, como ha ocurrido desde siempre en la historia de Argentina (de hecho, e irónicamente, el propio Juan Domingo Perón se pintó como mesías y usó el descontento social de su tiempo para llegar al poder). Ambos casos son señal de que la historia de los pueblos, si no se repite, al menos rima.
Personalmente —porque me parecen miserables quienes desean el sufrimiento de pueblos enteros para poder decir que tuvieron razón— deseo lo mejor para ambos gobiernos: en caso de Arévalo, que logre hacer gobierno pese a la oposición del Ministerio Público; y en el caso de Milei, que pueda moderar sus ideas o que sus socios de gobierno lo hagan moderarse.
Que la historia que está por escribirse en ambos países deje de rimar con el pasado y sean páginas de felicidad. Además, que estos resultados electorales, así como otros en el mundo, sirvan para que la política y los políticos vuelvan a ver las necesidades y que las personas que no tienen tiempo de pensar en “ismos” vuelvan a soñar y a creer en la democracia.
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