Desde Europa hasta Latinoamérica la tiranía y el abuso de poder han sido parte de una historia tan vieja como la humanidad misma. A pesar de sus consecuencias devastadoras siempre resurgen en nuevas épocas y bajo formas distintas. El mal parece tener miles de rostros, pero la ambición de poder siempre ha sido la misma.
Podría creerse que fue suficiente con los tiranos romanos que llegaron a considerarse dioses y fueron adorados como deidades llegando hasta la locura. Calígula, Nerón y Teodosio son algunos de los tan odiados líderes de la historia.
En el siglo XX Europa tuvo una de las páginas más sangrientas de la historia a causa del totalitarismo y las dictaduras militares. El colonialismo, las Guerras Mundiales, los regímenes comunistas y el fascismo cobraron la vida de millones de personas y provocaron torturas inimaginables. Pero Latinoamérica no se quedó atrás: su historia está llena de tiranos y caudillos.
Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, Alfredo Stroessner en Paraguay, François Duvalier en Haití, la dinastía Somoza en Nicaragua, Fidel Castro en Cuba, Augusto Pinochet en Chile, Hugo Banzer en Bolivia y Rafael Videla en Argentina son solo algunas de las dictaduras en esta parte del mundo durante el siglo XX. Todas figuras autoritarias que se consolidaron a raíz de las emergencias, las flaquezas del sistema o la manipulación política a conveniencia.
La ambición no ha cambiado. El presente siglo llegó con otro rostro de enfermos de poder bajo el nombre «socialismo del siglo XXI», una nueva especie o cepa de ese virus alimentado a través de la historia. Sus tácticas, sin embargo, sí cambiaron.
Ahora ya no importa si son de derecha o de izquierda, lo que sí cuenta es que su ambición esté en la misma línea que dictan los poderosos que controlan el mundo y lo mantienen en caos. Aquí recuerdo aquella frase de una serie famosa: «El caos no es un foso: es una escalera» (Got), y estas figuritas desbordadas de locura y ambición lo han aprendido muy bien: aliándose a intereses de gobiernos y multinacionales mantienen al mundo en caos.
Dicen por ahí que los reyes lo son hasta que mueren y los primeros ministros hasta que el parlamento los destituye, pero los presidentes electos por ciudadanos han buscado la perpetuidad incluso generacional, una rueda infinita que no se destruye. Llegan a tener a sus órdenes militares, funcionarios y todos los recursos y poderes del Estado, manipulando las normas democráticas y usándolas hasta casi destruirlas. Logran tener un disfraz de democracia que se vuelve un transparente escudo cosmético con sus restos destruidos. El principio aquel de «no reelección» se vino abajo en el siglo XXI con ese nuevo populismo, llevándolo al límite con las alianzas del narcotráfico, el neoliberalismo del norte y sus políticas de conveniencia.
Para nadie es un secreto que estamos siendo gobernados por personas clínicamente locas y ambiciosas de poder. Aquel que hablaba con pájaros chiquitos y luego viajó al futuro; el exguerrillero al que le gustó tanto mandar y vivir de las dadivas del Estado que se volvió el presidente eterno llevando a cabo elecciones cínicas donde él es el único candidato real; el otro que siendo presidente baila entre la ineptitud y el narcisismo; y otro loco que se llama a sí mismo «el dictador más guay del mundo». ¿Acaso todo esto no es para reírse y sentir pena por nosotros mismos?
No podía faltarnos a los hondureños nuestra propia cuota: un narcodictador que ahora resulta que escribe libros-reporte para defenderse ante la comunidad internacional —igualmente enferma de poder— de las acusaciones de narcotráfico en su contra y del fracaso total de la institución que maneja.
Defender lo indefendible es característico de dictadores. Ya no es suficiente tener comprado a todos los medios nacionales, adjudicarse poderes, creerse dioses y publicar libros. Lo más grave en todo esto es la parsimonia de los pueblos. La capacidad que tienen estos gobernantes de someter y volver ciegos a los ciudadanos es digna de admirar. Quizás, al igual que en la antigua Roma, las masas necesiten de los locos y sus ultrajes para entretenerlos. O quizá estemos en un círculo vicioso donde el poder llegó a tal límite que ya no podemos derrocarlos.
Talvez sea cierta la frase de José de Maistre: «Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen». O quizás, más grave aún, la frase de André Malraux: «Las gentes tienen los gobernantes que se les parecen».
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