Por JAVIER PAYERAS |
Excéntricos, místicos y perturbados. Y siempre con esa distrofia del ánimo: la melancolía. Con trajes de color cansado, con vidas disfuncionales y con gastritis de úlceras políticas. Los poetas lejanos, aquellos que le dan nombre a las escuelas públicas o a las calles repletas de centros comerciales, guardados en monumentos mediocres, en cohibidos retratos de libros de texto. Mal citados, tanto como incomprendidos. Los neuróticos que toda sociedad necesita: los poetas nacionales. Esas personas que dan sentido a las letras doradas en los edificios. Esa suerte de faquires que duermen encima de las brasas y le hacen apasionados reclamos a la existencia, que ponen palabras distintas a una realidad que no es bonita.
Poetas, tantas veces solemnizados en discursos torpes o en fastidiosos actos cívicos. El peor de los destinos les pertenece.
Pienso que la vida de un artista no pareciera importarle mucho a nadie, sobre todo si se trata de un artista de las palabras. Sus palabras valen menos que su nombre. Su nombre vale menos que su prestigio y su prestigio vale menos que su fama. ¿Y su vida? Casi todos los poetas importantes de Latinoamérica fueron señalados por algo: por ser comunistas o por no serlo demasiado; por alcohólicos, por misántropos, por malhablados, por lujuriosos o por amargados. Personas de poco fiar en sociedades organizadas en contra del derecho a ser y a pensar distinto.
Estoy seguro de que el precio de la anticipación es el aislamiento; no creo que existan los «poetas nacionales».
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