¿Qué me mirás?


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgPor ANGÉLICA QUIÑONEZ |

Cualquier mujer que haya caminado en un lugar público sabe lo incómodo que es el acoso, infaliblemente masculino, que acompaña cada paso. Siempre que alguna habla de este tema, todas asentimos con indignación, compartimos y comentamos con nuestras propias historias de terror: tipos que te siguen, que te insultan, que te tocan o que simplemente te observan hasta la incomodidad. Básicamente, los hombres allá afuera quieren informarte que estás siendo observada y no importa qué tan educados, estúpidos, amables o violentos sean: todos lo hacen.

Antes de que me acribillen con insultos acerca de mi histrionismo, mi orientación sexual, mi necesidad de llamar la atención, mi carencia de intelecto o la profesión de mi madre, permítanme aclarar lo siguiente: gran parte de este malentendido probablemente se origina en una deficiencia lingüística, como sugiere la sonadísima hipótesis de Sapir-Whorf: nuestros cerebros, simplemente, no son capaces de reconocer un concepto cuando este carece de un término o significante que le dé un nombre.

En inglés existe un verbo preciso para la observación intrusiva: stare. No existe un equivalente directo en español pero intuyo que la mayoría de lectores pueden identificar su significado. Diferente de see (ver) o look (mirar), stare corresponde a una mirada con interés, con intenciones, con un mensaje; y ese mensaje es el mismo que durante siglos de tradición heteropatriarcal se ha grabado permanentemente en la mentalidad masculina: «Todo esto es tuyo, Papi».

Existe un claro sesgo en la manera en que la sociedad observa el cuerpo de la mujer. ¿Cuántos desnudos femeninos tiene una típica película en Hollywood? La mayoría ni siquiera son necesarios para la narrativa (¿Logan, en serio?), simplemente cumplen con la garantía de un rating que favorezca la promoción del filme en el sector adulto. Innecesarias como son, estas escenas de desnudo invariablemente favorecen los ojos de su audiencia masculina heterosexual.

Y aclaro heterosexual porque cada vez surgen más escenas homoeróticas con mujeres calificadas como «excitantes», mientras que su equivalente en masculino aún no deja de provocar perturbación. Antes de llamarme mojigata, cuéntenme qué es tan perturbador acerca de ver un pene en la pantalla del cine. La demográfica adulta incluye mujeres, así que ¿realmente creen los productores que ninguna de nosotras ha visto uno? ¿Creen que no disfrutamos de al menos uno?

Sucede lo mismo con los anuncios. El cuerpo de una mujer se emplea como utilería para colocar desde sopas instantáneas hasta fertilizantes. Sin embargo nadie se escandaliza con eso. El racismo puede incendiar las redes sociales con una portada de revista, pero el machismo es algo tan normal que pasa convenientemente desapercibido excepto en la publicidad.

En esta época estamos acostumbrados a mirar. Por eso existen las selfies, el Instagram, el Tinder… Por un lado, tenemos estos interesantes medios para compartir nuestras vidas, pero del otro estamos también escrutando, juzgando y vigilando. Hay una serie de «dolorosas» realizaciones cuando uno habita un cuerpo-objeto: nunca se es apropiadamente delgada, ni suficientemente coqueta, ni correctamente deseable. A lo largo de mi vida, muchos hombres han tenido la «amabilidad» de informármelo. Lo que ninguno me ha dicho es a qué hora se repartieron los permisos para que puedan decidir cómo debería emplear, vestir o tratar mi cuerpo.

Caballeros, a nadie le interesa lo que ustedes quieren. «Es que yo solo estoy viendo». Sí, pero esa es la mirada que no reconoce mi cara sino mi talla de brassiere, que no pregunta mi nombre sino mi posición sexual predilecta. Y eso, créanme, que no les incumbe. Y no me importa que lo disfracen de cortesía ni de cumplidos. He cortado amistades con hombres que exclusivamente me hablan de mis fotos, que tienen la necesidad constante de decirme que les atrae mi apariencia. Y sé que lo tomaron a ofensa, pero lo cierto es que me duele cuando no pueden hablarme de otra cosa que no sea mi cuerpo, cualquier parte socialmente aceptable o inadmisible de él.

Una de estas personas me llamó hipócrita. Aparentemente, arreglarme a mi gusto y gana es una invitación para que la atención masculina me asedie (qué idea tan reducida y ridícula). Yo no compro seis tonos de labial para impresionar a un idiota que no puede distinguir entre Escarlata, Rubí, Berry Noir 397 y Russian Red, pero creo que entiendo: la idea de que pueda disfrutar de mi cuerpo, sin atención a las necesidades de los hombres a mi alrededor, es inadmisible. Es un mito, quizás, como el orgasmo femenino o los derechos de la mujer.

El viernes pasado un extraño me persiguió en la calle para decirme que tengo ojos bonitos. Se enojó cuando no le respondí y me dijo que era una maleducada, una malagradecida y una puta, pero pienso que no tengo la obligación de escucharlo si él verbaliza sus deseos sin mi consentimiento. Tampoco veo la menor razón para agradecérselo. Nuestra cultura de violación simplemente le ha instruido que él tiene la autoridad para evaluar, comparar y comentar a las mujeres que lo rodean, y ninguna palabra bonita puede ocultar lo repugnante y dañina que es esa realidad.

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