Sería absurdo negar que Nicaragua hoy en día vive una dictadura y que el triunfo de las elecciones pasadas en realidad es la victoria de un régimen megalómano y decadente. Es obvio que a Daniel Ortega y a su pandilla de secuaces el poder les ha comido el seso y ahora no pasan de ser una sombra triste de lo que el sandinismo idealizó luego de socavar a la dinastía de los Somoza que tanto daño le hizo a este país centroamericano. Probado está que las huestes orteguistas no han llevado a Nicaragua al desarrollo tan deseado por los nicaragüenses, aunque como muy pocos países de América Latina, sean ejemplos de la resistencia antimperialista. Como era de esperarse en la región, Nicaragua se fue quedando sola y la corruptela, esta vez proveniente de la izquierda, fue creciendo hasta llegar a las condiciones deplorables en que se hunde el país en la actualidad, aunque las pocas trincheras de pensamiento de izquierda que han sobrevivido en América Latina insistan en defender lo indefendible.
Con todo y esto, lo que en realidad me llama la atención de este fenómeno no es el triunfo adjudicado del orteguismo, sino más bien el encono con el que ha sido señalado el proceso electoral por las naciones que conforman la OEA, una institución tan ruin que usurpa de manera selectiva y conveniente los intereses y la soberanía de las naciones que no concuerden con el discurso de las derechas que viven ensuciándose las manos, y dirigiendo tras bastidores los destinos miserables de las naciones donde la derecha tiene una fuerte predominancia.
Esta retorcida institución —la OEA— es la primera en señalar las elecciones de Nicaragua como fraudulentas, ilegítimas y antidemocráticas. No digo que no lo sean, pero obviamente este señalamiento es directo porque la política de Nicaragua va en contra de los intereses imperialistas que, al final de cuentas, son los que marcan la pauta ante la que bailamos todos sus vecinos del patio trasero. ¿Por qué en países como Guatemala, donde el pensamiento neoliberal, ultraconservador y derechista ha permeado en todas las esferas, no han existido este tipo de señalamientos? Quizá sea porque los grupos de poder en este país, como en otros tantos de la región, saben camuflar mejor sus propias dictaduras. Porque, aunque digan que en los países del Triángulo Norte de Centroamérica se viven procesos democráticos transparentes, la realidad está muy alejada de ello.
La trampa de nuestros países es que, aparentemente, la oferta electoral es más variada; es que vivimos en la ilusión de que elegimos libremente a nuestros representantes, cuando en realidad de fondo solo hay una gran manipulación mediática con fines oscuros para influir en la decisión de los electores, que después de todo no dejan de ser una masa con un mínimo de acceso a una educación que todavía tiene una fuerte carga de adoctrinamiento.
Ese tipo de dictadura quizá sea más terrible. En Nicaragua, por lo menos, la población reconoce su propia dictadura. En Guatemala, El Salvador y Honduras, la población vive engañada pensando que somos países libres. Si bien Nicaragua tiene índices de pobreza, los países que conforman el Triángulo Norte del istmo no solo los comparten, sino que las desigualdades son más amplias y los niveles de violencia más altos. No podemos decir que estemos mejor que Nicaragua y mucho menos tenemos la solvencia moral para señalar, con aires de superioridad, la dictadura de un país cuando ni siquiera somos capaces de ver lo que hay debajo de nuestras narices.
En el Triángulo Norte, y sobre todo en países como Guatemala, la derecha ha cubierto todos los flancos; y la opción electoral, aunque diferente en apariencia, suele ser la misma. La única diferencia es que en Guatemala los grupos de poder están mejor organizados y disimulan mejor, aunque no mucho.
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