Andrés Caicedo, las olas y un swing tropical


Pablo Bromo_ perfil Casi literalSon las 10 a.m. Llevo horas leyendo y haciendo pausas para ver a las surfistas montar las olas, una y otra vez, como un trance inagotable. Desde la hamaca puedo ver sus bronceados tropicales, los pálidos bikinis y las muecas de placer al dominar cada cresta. Pero el mar, todopoderoso y también femenina, les devuelve un gemido milenario y las hace temblar en cada intento. Esto las obsesiona y así pasan media mañana intentando encontrar una efímera armonía, una gloria impetuosa, ese instante divino que dura solo segundos.

Mientras las observo jugar —porque al final es lo que hacen: surfear el tiempo y el gozo— me dejo ir en una marea de ideas. La vastedad en mi cabeza es repetitiva, se los juro, pero por hoy este es mi surf y la manera de hilvanar mi tiempo. El mar me acompaña en la abstracción y agiliza todo con su mantra infinito. Eso son las olas: ondas poéticas que nos abrazan. Ondas provocadas por la velocidad y duración del viento. Ondas inmortales con flujo de energía renovable.

Entenderlo es complejo, pero nada de otro mundo: las olas se generan por la fuerza del viento y la gravedad las devuelve a donde pertenecen. El sol, que es el origen de todo, también está presente. Sus rayos eternos calientan la atmósfera y provocan el fenómeno desde el inicio de los tiempos. A medida que el viento fricciona la superficie del agua, esta se incrementa y se erige en olas de distintas proporciones. Las hay estilizadas, dilatadas y poderosas. Otras más escuetas, ligeras y chiquititas. En fin, olas de todos los tamaños, formas y dimensiones creadas por Eolo, dios griego del viento. Pero también están los Anemoi, esclavos de Eolo, que son los «jefes de jefes» por todo el océano según Hesíodo, Homero y esos ruquitos con barba que nos ponían a leer en el colegio.

Todo esto me hace pensar en el ritmo y en la fuerza renovadora del mar. En los súper poderes que tiene para aligerarnos y dejarnos livianitos. Como una loba o lobo ancestral que lame las heridas con su lengua salada, curativa e infinita.

Después de toda esta artillería de ideas vuelvo a abrir mi libro de Andrés Caicedo y continúo leyendo. Este escritor caleño, más que colombiano, me parece una delicia por su agilidad para conversar con lectores a través de narrativas bailables. Porque sí, una narrativa sin ritmo deja de ser digerible y se vuelve aburrida, insípida. La Clarisolcita en ¡Que viva la música! marca el compás a través de música, monólogo, fiesta y excesos. Es una mujer sin límites, un gran personaje. Pero además es una prueba literaria de que siempre habrá más por descubrir, sentir, desear, vivir… bailar.

Así que esta noche apagaré el teléfono y me iré a rumbear con la pandilla de extranjeros. Es casi probable que yo ponga la música —bugalú, trap, afrobeat, electrocumbia—. Porque bailar es derrochar felicidad y también un swing tropical para reconectarnos con nosotros y el universo.

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