Hace unos días escribí esto en mi muro de Facebook:
«Mensaje random. Si tuviera más tiempo (bueno, probablemente más concentración) haría una investigación llamada: “Antropología de las videoconferencias en tiempos de COVID-19”. Especialmente las que son grabadas y subidas a las redes.
»Me parecen tan interesantes los temas que se abordan (de una diversidad taaaan amplia) y ver cómo se viste la gente (nos vestimos), las caras que ponen (ponemos), la ropa que usan (usamos). Sobre todo, lo que ponen (ponemos) de fondo. Ganan los libreros. Nunca había habido tanto librero como fondo de pantalla.
»Nota: la imagen es ilustrativa de un librero random. Como este mensaje».
No lo escribí con afán de señalar a la gente que tiene un librero detrás de su silla. A mí me encantan los libros y me encanta leer, pienso además que los libros se ven muy bonitos, que hacen bonitos los espacios. Pero tampoco quiero romantizar los libros, digo, también hay una economía política detrás de quien puede, o no, poner un librero de fondo de pantalla.
En perspectiva, tuve tres razones para escribir esta publicación.
La primera: cada vez que abro Facebook veo miles de videoconferencias en transcurso acerca de una multiplicidad de temas que me sorprenden e incluso me conmueven. Sé que tiene que ver con las páginas que sigo (centros de investigación, organizaciones sociales, escritores). En los últimos meses, diez minutos en Facebook puede significar ver unos 20 foros de 20 cosas diferentes: de etnohistoria, de literatura, de movimientos sociales, de libros recién publicados, de funciones de teatro. En fin.
La segunda es que hace poco participé de un panel en el que hablamos tres hombres y tres mujeres. Luego vi una foto de cómo nos veíamos en la pantalla y noté que los tres hombres tenían libros de fondo y las mujeres una pared blanca (dos de ellas con obras de arte). Al ver esta foto lo primero que pensé fue: «Qué falta de cancha la mía, hablar con una pared blanca de fondo, en vez de algo más interesante; por ejemplo, plantas; o mi sala llena de libros».
Me cuestioné a mí misma porque mi pared de fondo blanca no retrataba quien creo que soy. ¿Pero quién creo que soy? ¿Una madre joven centroamericana? ¿Una investigadora de temas sociales? ¿Una escritora feminista? ¿Eso soy? ¿Cómo lo pongo de fondo de pantalla? ¿Es tan necesario ponerlo de fondo de pantalla? ¿De verdad le tengo que demostrar al mundo de las videollamadas quién soy y qué leo? La intelectualidad, como la construcción de género, es un acto performático.
La tercera, la que me parece más importante, es que pienso que algo muy sutil está cambiando en nuestras formas de entretenernos, de comunicarnos, de informarnos, de relacionarnos. Sé que es coyuntural y tiene que ver con la pandemia. También sé que no es nuevo. Profundiza lo que ya venía sucediendo en internet, pero tiene algo de inédito. Y eso es lo que me parece importante señalar y comenzar a estudiar: el cambio.
Las videollamadas y videoconferencias son la estrategia que encontramos (¿O nos impusieron? ¿Nos impusimos?) para, en medio de la pandemia, seguir haciendo nuestras cosas: aprender, trabajar, socializar, manifestarnos. Más que antes. A mí me cuesta creer que este modo de relacionarnos sea inocuo, que no nos cambie, que no profundice desigualdades y que todo pueda seguir normal; solo que, en vez de vernos, nos videollamamos. Por un lado, porque ineludiblemente genera diferencias y distancias. No todo el mundo quiere ni puede «conectarse».
También porque estamos intentando poner atención a múltiples cosas al mismo tiempo, tan importantes y necesarias, y otras tan superfluas, que me da la sensación de que nos perdemos. Para mí que la pandemia nos ha hecho ser personas dispersas. Es que no se puede estar en todo al mismo tiempo. Abruma.
Y, finalmente, porque la realidad no se puede comparar a eso, o sea, a una videollamada donde podemos decidir qué ponemos de fondo: libreros, paredes o plantas para construir nuestro personaje. La realidad es más compleja. Un ejemplo: no nos vemos a los ojos de los otros, nos vemos en la pantalla. Las personas con quienes conversamos, a su vez, no ven nuestros ojos: ven nuestros ojos viendo a la pantalla.
En este juego de miradas, cual meninas, nos enfrentamos al mundo e imaginamos la famosísima «nueva normalidad» que incluye una vida sin tráfico ni oficinas con horas de llegada; cada uno explotando su productividad y creatividad desde la comodidad o incomodidad de su espacio.
Mientras que afuera el mundo real —ese que sucede más allá de las pantallas en el marginado mundo offline— sigue su ritmo, adentro, mientras tanto, cantamos feliz cumpleaños, decidimos acciones, hacemos cronogramas de trabajo y presentamos libros, tesis y disculpas. Es raro.
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