El eterno problema de la moralidad: de Borges a Nabókov


Mateo Benítez_ Perfil Casi literalCuriosamente, Jorge Luis Borges y Vladimir Nabókov nacieron en el mismo año (1899). Ambos recibieron el siglo XX mientras una nodriza los acobijaba porque, desde luego, tuvieron la suerte de crecer cómodamente. Pero fueron estos, y la vocación para escribir, los únicos denominadores comunes entre ambos. Borges tuvo que arreglárselas con los dictadores de su Argentina, con su ceguera y su timidez. Nabókov, en cambio, huyó del Stalingrado, se barnizó con acento estadounidense a tal punto que su obra más conocida resulta ser el caleidoscopio de la futura moralidad estadounidense y ―si queremos ser universales― de la cultura occidental.

El sábado 25 de Julio de 1959, cuatro años después de que Nabókov escribiera la última letra de su Lolita, confiesa Borges a su amigo Bioy Casares: «Yo tendría miedo de leer ese libro. Ha de hacer mucho mal a un escritor. Uno advierte que es imposible escribir de otro modo. En seguida, estás haciendo monerías ante el lector, sos un malabarista, sacás tu galera y tu conejo, sos un atareado, un Fregoli». Inadvertidamente, qué otras palabras se deben esperar de un escritor que en uno de sus cuentos más famosos ―«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»― sentenció: «Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres». Borges no dudaba que la novela psicológica fuera el género perfecto para crear una obra maestra. Con respecto a La invención de Morel, breve novela psicológica, enfatiza: «He discutido con su autor [su amigo Bioy Casares] los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». ¿Qué pormenores se leen en Lolita que no se leen en La invención de Morel? Sencillo: la alusión a las relaciones sexuales.

Leer cómo un viejo de cuarenta años yace sobre una niña de trece es inadmisible. Borges ―el Borges que injustamente no recibió el Nobel― pertenece a un grupo selecto de intelectuales formados de la cultura occidental cuya conducta se guiaba por las prescripciones de la moralidad púdica y asceta. Nabókov, por el contrario, desde la atmósfera estadounidense de la posguerra, entrevió la moralidad de los melodramas, las producciones de Hollywood, los canales de televisión, las series, la porno-ilusión. Mientras Borges escuchaba a Plotino, Horacio, Averroes y Buda, entre otros, Nabókov ―el Nabókov que vio cómo las editoriales censuraban su «libro pornográfico»― se bañaba en la cultura de los baby boom. Lolita es el despertar de una nueva moralidad en la literatura y una sacudida a los últimos hálitos de la moralidad decimonónica. Escribe Nabókov: «Hay tres temas prohibidos, el mío y los otros dos: el casamiento entre un negro y una blanca exitoso que fructifique en montón de hijos y nietos, y el ateo total que lleva una vida sana y útil y muere durmiendo a los ciento seis años». Hasta hoy ninguno de estos temas resulta prohibido, y para bienestar de Nabókov, después de leer Lolita uno se pregunta qué pormenores son los pornográficos si las alusiones al coito no pasan de «me besó y fuimos amantes», o «después de estar con ella». Y más aún: ¿Qué hace Hegel, Sartre, Freud, la mitología griega y los ensayos filosóficos como mimir and Memory en un libro pornográfico? Lolita no se carga de tono erótico alguno, no busca evocar deseos sexuales en el lector. El autor, concienzudamente, se preocupa por tratar la pedofilia de un intelectual cuya vida es narrada por él mismo mientras cumple una codena por asesinar a un personaje secundario.

Es comprensible que Borges no haya aceptado el tema. Einstein no aceptó la física cuántica. Aristóteles no se imaginaba un mundo sin esclavos y nosotros estamos discutiendo si es correcto o no el aborto, el consumo de la marihuana, el casamiento entre personas del mismo sexo y las fábricas tampoco aceptan el calentamiento global. Los dilemas morales se contrastan con el tiempo, esa invención eterna del hombre.

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