Pocos días han pasado desde que una amistad de Facebook tuvo a bien enviarme un mensaje donde me decía: «usted se expresa bien por escrito, pero la escuché hablar y me espanté. Deja mucho que desear en cuanto a su vocabulario, tanto en redes sociales como al expresarse. No es lo que se espera de una persona dedicada a las letras…»
Al final del mensaje aleccionador quedé exhausta. Me encontraba frente a un manual de las buenas costumbres que todo literato debería practicar para que su producción merezca la atención de los lectores, dada la conservación y el cuidado de su selección de palabras en todo ámbito. Estaba comiendo cuando leí el mensaje y sentí que debía bajar los codos de la mesa y pedir perdón por no haber dado gracias por cada bocado.
No reí y tampoco me molesté. Entendí que el conductismo ha pegado duro. Desde el alcalde de la ciudad de Guatemala, Álvaro Arzú, diciéndonos cómo ser «buenos chapines» ―con sus mantas baratas con las que ha forrado la sexta avenida y el servicio de transporte público― hasta los programas de radio, televisión y redes sociales ofreciéndonos bufés matutinos de optimismo de cuarta para enmascarar esclavitudes autoimpuestas que nos obligan a creer que ser competitivos, proactivos y complacientes ―y usar el lenguaje con pulcritud― nos perfila como personas en cuyo criterio literario se puede confiar.
Claro, lo que los abogados ortodoxos de la buena conducta no nos dicen es que reprimirse es peligroso. Que la violencia pasiva es un mecanismo de control que permite a la política sucia dormir por las noches mientras usted ―sí usted, quien dicta sentencia contra quienes elegimos palabras fuera del alcance de su tolerancia―, se cuida mucho de ensuciarse los ojos u oídos con nuestra desfachatez.
No somos malcriados, maleducados, soeces o corrientes: somos usuarios del dialecto castellano. La maldad de las palabras no está en quien las dice. Aquí no vale el puritanismo idiomático, el problema va más allá de un comentario que incluya una palabra incómoda.
Caminar cada mañana por la Plaza Central, ver niños malnutridos durmiendo en las aceras y darle el golpe al olor a basura en cada rincón de la ciudad ―pese al pago del ornato y las caricaturas moralizantes medievales de la Municipalidad― es una realidad mierda, así con todas sus letras.
Al estudiar literatura o cualquier otra disciplina no estamos comprometiéndonos con las taras puritanas de unos pocos que no saben para qué sirve el lenguaje ni la literatura y que no imaginan que el gran Francisco de Quevedo al escribir Gracias y desgracias del ojo del culo (sí, en el Siglo de Oro español se decía culo) hablaba de las bondades físicas de las que goza el ojo del culo. Y mejor ni mencionar a otros escritores ―hispanohablantes o anglohablantes― cuya propuesta estética en el lenguaje literario transgrede lo tradicional porque al hacerlo caemos a los criterios de siempre: «es muy mal hablado, no me gusta por ordinario, no es necesario hablar así». ¡Bah!
Elegí una carrera en el estudio de las letras y el lenguaje. Si hubiera querido aprender buenos modales habría ido a un convento, o bien, viajado en el tiempo a para comprarme La guía de la buena esposa y así aprender a hablar como una dama. Qué se yo. Lo único justo acá es la distancia. ¿No le gustan mis palabras? No seré yo quien me quite de su camino en busca del iluminismo idiomático. ¿Le decepcioné? No me culpe a mí. No se obligue a leerme, no me escuche, suprima mi existencia virtual de la suya. Siga derribando los peones que al fin y al cabo abundan en las redes. Siga mandando mensajes pulidísimos y sobre-editados para mandarnos a todos a la mierda.
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¡Bien, carajo! Hay que ponerles la tapa y dejarlos metidos en su frasco. Y nosotros: ¡a respirar el aire y a vivir, que la vida es corta y el lenguaje amplio!
Gracias por leernos, amiga.