Es el sonido de las cenizas devorando todo a su paso, toda la historia, identidades, aquello que nos caracteriza y nos forma, lo que nos ayuda a comprender ―un poco más― quiénes somos. El fuego no da tregua.
No solo se trata de la destrucción completa que dejó el incendio del Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro, tampoco de la aniquilación de 200 años de trabajo y conocimiento, sino de algo más (siempre se trata de algo más). Corren los tiempos y parece que seguimos atascados varios siglos atrás, condenados a un monstruoso ciclo de errores. Olvidamos aquello que se preserva en los museos: nuestra historia.
La devastación del suceso ocurrido en Brasil fue producto de una serie de fallas que condujeron a ese resultado: falta de fondos para el debido mantenimiento y ruinoso estado de las instalaciones. Los recortes presupuestarios a los sectores culturales y educativos parecen ser la salida a los problemas económicos que se gestan en otras entidades civiles y gubernamentales, y sin embargo estos últimos no sufren de los ajustes monetarios como sí lo hacen los sectores que demandan más ayuda, es decir, los más pobres y la parte educativa.
Este incendio se extiende de distintas formas hasta cada uno de nuestros países. No se puede construir un futuro sin educación, tampoco sobre un imaginario social que desdeña su pasado. De la misma forma que Estados Unidos no puede olvidar que se construyó sobre las espaldas de los esclavos, Latinoamérica no puede olvidar los discursos que la hundieron en dictaduras y que han reaparecido una vez más en países de Centroamérica y del cono Sur. Tampoco se deben olvidar los errores económicos que han beneficiado siempre a los mismos sectores que solo cambian de nombre pero no de ansias de poder a costa de aquellos a quienes siempre se les pide edificar su futuro sobre cenizas. Ninguna nación escapa del ayer, y más nos vale ir aprendiendo la lección.
Ciertamente, la cultura se encuentra dentro de nosotros y no dentro de un museo; esta es inherente a cada persona; sin embargo, no podemos pretender ser naciones desmemoriadas, inmediatas, que no valoran sus historias, privando a las próximas generaciones de un futuro sin guía para evitar nuestros errores, porque el olvido como el fuego no da tregua y nos condena a la nada.
La inversión en educación y en la preservación de todo aquello que nos nutre debería servir como cimiento para la construcción diaria de cada nación y como parte de la contribución universal que nos muestra la identidad que compartimos todos. Es a través de este compartir de conocimiento que podemos enraizar todo los que une y combatir los problemas que nos aquejan. No se trata de documentos, esculturas, fósiles, etcétera; sino de personas, historias que se cuentan, nuestra historia humana como parte de un ente más grande, que es el planeta en que habitamos.
Por ello, casos como la destrucción del anfiteatro de Palmira y de los Budas de Bamiyán, la quema de libros nazi, la del Museo Nacional de Río de Janeiro, por citar algunos, siempre representan heridas a lo que somos y a lo que deseamos aspirar; pero no solo debemos reparar en los resultados, sino en los procesos que han llevado a tales desenlaces. Cada vez que miramos con desdén las señales de los posibles acontecimientos de ruptura social y decidimos darle la espalda a la educación y a los espacios de cultura por sobre los intereses económicos como si se trataran de términos contradictorios, estaremos contribuyendo a incendios que amenazan con reducir nuestro mundo a escombros, en cuya ausencia de dignidad, humanismo y sentido de convivencia resulta imposible construir.
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