Hijo de mi tiempo, de mi país y mis capacidades económicas, crecí escuchando reguetón. Diría que en el transporte público —ecosistema natural del género—, pero es que también en el transporte privado. En los microbuses que nos llevaban y nos traían a nuestros colegios levemente privilegiados. Crecí escuchando reguetón y albergando un estigma difícil de erradicar.
Como primer impulso, mi esgrima mental se decantaba por lo fácil: odiaba el reguetón porque era machista, sus letras eran básicas y «cómo se te ocurre decir que eso es música cuando existen canciones tan profundas como Lamento boliviano o De música ligera».
Pero nada de eso era cierto, ni entonces ni ahora. El machismo nos importaba mucho menos que ahora y la lexicografía no estaba entre nuestras aficiones. Lo que me pasó, lo que le pasó a mi generación con aquellos que compartimos más o menos las mismas circunstancias, es que comenzamos a odiar al reguetón por una razón clasista. Era la música que escuchaban los jóvenes de nuestra edad pero que no estudiaban en nuestros colegios levemente privilegiados. Era la música que ponía la gente gata, gabana, india, vulgar. Era música chafa. Era lo que escuchaba el hijo de la señora que nos ayudaba en la casa.
El reguetón no era malo, era bajero, un adjetivo mucho peor en esa adolescencia en la que se encontraba tanto el género en cuestión como nosotros. Lo malo se arregla como sea, pero lo bajero no se quita ni volviendo a nacer.
Quince o veinte años han pasado. El mundo ya no es el mismo aunque suene como la frase más cliché del español. Los valores cambiaron y no es una tragedia, sucede siempre. El reguetón hoy no es un género marginal que escucha solamente el hijo de la señora de las tortillas del barrio peligroso. El reguetón ahora es alabado, celebrado y difundido como una liberación, especialmente reivindicado por las capas medias y altas de la sociedad. En figuras como Bad Bunny se cristaliza el espíritu de disidencia juvenil y, al mismo tiempo, la filosofía Woke. Perrear hasta abajo, perrear el himno nacional es ahora como el pan nuestro de cada día, al menos eso parece indicar una lectura rápida de las redes sociales.
Comprendo el reguetón como un caso ilustre de aspiración utópica: que las expresiones culturales se despojen de los registros clasistas y que, en cambio, su valor lo hallemos en otros detalles, como los mensajes, los propósitos, los contextos o —por qué no— la calidad técnica.
Me preocupa, eso sí, que sea el mismo clasismo que alguna vez marginó a este género el que hoy lo eleve a las más altas categorías de la cultura pop. De ser bajero a ser sacro: quien se atreva a criticarlo no está lo suficientemente woke y debemos crucificarlo.
Y aunque atente contra la moral y las buenas costumbres de esta época, no puedo dejar de decirlo: hay vida más allá del reguetón.
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