«[…] Al dar al arte el impulso de la suprema simplicidad: la novedad, uno es humano y verdadero respecto de la diversión, impulsivo y vibrante para crucificar al tedio».
Manifiesto Dadá, 1918
Hay un refrán popular que dice que «no hay mejor salsa que el hambre», pero ¿quién piensa en el hambre hasta que la siente? La carnicería urbana de todos los días aleja toda posibilidad de reparar en ella como una herramienta de elevación sensorial, no digamos de apreciarla como elemento de una propuesta estética genuina que choque contra la ceguera que provoca la satisfacción instantánea.
En la plástica y en la literatura, el hambre es una diosa corrompida que invita a los artistas a blasfemar en la sinagoga de lo real, lo útil y lo tangible. El hambre, ese arrebato ácido de las vísceras es, en ocasiones, el fuego bautismal de quienes crean arte. Lo sé gracias a la poesía pictórica del cuadro Sol rojo, que el artista español Joan Miró pintó en 1948. Si bien para ese entonces rondaba los 60 años y era ya un pilar inamovible en el paseo de la fama del arte de vanguardia, su Sol rojo descubre su eterna complicidad con el hambre; complicidad que comenzó a sus 19 años, cuando abandonó las finanzas para incursionar en la pintura.
Miró, quien según la crítica mordaz, era ordinario y de ideas limitadas. El perrito faldero de Henry Matisse y los fauvistas, el simplista que en sus primeros intentos no superaba el bodegón y los paisajes planos. Joan, el hijo de familia solvente, acomodada en el cartón de las buenas costumbres. Joan Miró, el contador converso, el amante de las cosas pequeñas, de las gotas de agua coronando las hojas. El perdido en el tiempo, el de las obsesiones fantasmales. Joan Miró, el hambriento, el sobreviviente.
Sin posar de iconoclasta, me atrevo a afirmar que, sin hambre, no habría nada de Miró que valiera la pena recordar. Aún desangrado por el corte del cordón umbilical familiar, Joan llegó a Paris en 1920 con poco, o más bien, nada de dinero. No, no haré un recorrido biográfico lastimero del artista porque no es necesario. Basta con ubicar al voluble pintor en la dictadura franquista o imaginarlo tratando de vivir del arte durante la crisis de la década de 1930 para identificar su rechazo al concepto de la «pintura de salón» como bastión de la alta cultura. Para Miró había que liberar a las musas hieráticas de la camisa de fuerza compuesta por la pose ensayada; había que atender el interior con lo bueno, lo malo, lo sucio, lo infantil o lo grotesco.
Jornadas completas de hambre a causa de estas ideas hicieron de Miró el reinventor de las estrellas. Es posible comprobarlo con su serie «Las constelaciones», donde los colores primarios rebotan de unos a otros ceñidos por anchas franjas de puntos negros que manifiestan el vacío repetitivo.
Pero el vacío intentó siempre llenarse con más arte: se cuenta que Hemingway —otro expatriado hambriento que afirmó que gracias al hambre logró entender mejor al igualmente hambriento Cézzanne— compró uno de los cuadros de Miró para ayudar a su sustento. Se hicieron amigos. Es así como el hambre hermana personas.
También el psicoanálisis de Freud hizo mucho por Miró: le dio elementos de exploración onírica, de convivencia con sus ausencias y silencios. De ahí el dibujo automático como ruta de escape al tormento del hambre. En los cuadros de Miró siempre falta un algo y sus hambres siempre son distintas.
Creo en el hambre como creo en el arte. Creo en las motivaciones reales que pulsan, que provocan hormigueos creativos por infames que resulten en contraste con los predecesores, sus técnicas y composiciones refinadas. Con el tiempo la enemistad con el hambre se revierte como sucedió con Miró, pero cuando se es niño no es así: «Cuando recuerdo mi infancia, me pregunto cómo pude sobrevirar siquiera. Fue, naturalmente, una infancia desgraciada. Las infancias felices no merecen atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que cualquier infancia desgraciada, pero la infancia desgraciada irlandesa católica es la peor de todas…», dice Franky en la primera página de la novela —o memorias de niñez— Las cenizas de Ángela, del escritor irlandés Frank McCourt. Esta es una novela donde el hambre es la heroína maldita que flagela a los niños de Irlanda.
Los dadaístas afirmaron que la palabra Dadá no tenía significado alguno, que era un retorno a los sonidos guturales de los niños. Miró, cuando niño, no sufrió hambre pero militó en el dadaísmo a partir de ella y con sus trazos primarios renovó el sol y las estrellas. Los niños de la novela de McCourt nada tenían en común con los dadaístas excepto el hambre. No cabe duda de que un artista no nace, se hace, incluso a través del hambre.
†