«Ay, ¡cómo pudiste dejarlos! Yo no podría», me dijo una vez una mujer cuando le conté que me había ido de viaje unos días y dejé a mi hijo mayor de un año al cuidado de su padre. Me vio con ese aire de superioridad que tienen las mujeres que creen que por ser abnegadas son mejor que el resto.
Desde que llegó la nueva oleada feminista he pensado mucho en el rol de la mujer como madre, porque si las mujeres solteras creen que la tienen difícil por los piropos obscenos en la calle, el acoso, el salario menospreciado y demás dificultades que se atraviesan solo por el género, ni siquiera pueden imaginarse lo complicado que es ser madre en un mundo egoísta, machista y estereotipado.
Pero en este espacio no quiero hablar de esas mujeres sacrificadas que se viven quejando y creen que siendo mártires son mejores madres. Aquellas que ven de menos a las mujeres que no pudieron dar lactancia materna exclusiva o papilla de verdura natural. Aquellas que te ven de soslayo si sales a comer con tus amigas y, más aún, si tienes amigos que no sean solo mujeres. Aquellas que sienten esa imperiosa necesidad de ser santas y tener una libreta para resaltar todo comportamiento que se salga un poco del trinomio cuadrado perfecto de ser esposa, madre y abnegada del Señor. No. En este espacio quiero hablar de la mala madre, como yo.
Como mencioné antes, el primer viaje que hice sola mi hijo mayor tenía un año y yo me fui unos días a visitar a una amiga a Los Ángeles. Fue duro, aunque necesario; como una especie de vacación de ser mamá. Desde entonces cada año hago un viaje sola. Cuando mi segunda hija también cumplió un año me fui a Europa. En España sentí ese vacío de estar lejos, pero pude hablar conmigo misma como jamás había hablado desde que nació la bebé. Era como un retiro espiritual, pero sin la etiqueta.
Regresé a mi hogar renovada porque extrañar me hizo valorar, me quitó ese aburrimiento propio de la rutina, la falta de sueño y la cotidianidad, me devolvió el regalo de saberme dichosa por lo que tenía y había formado. Este año, que mis hijos están más grandes, hice dos viajes maravillosos. Ambos sola y ambos inolvidables. Tuve la oportunidad de ver a mis amigos de toda la vida, bailar con ellos, abrazarlos, quererlos y sentirme libre por ese amor incondicional; pero eso es de mala madre porque la buena madre no sale con amigos y no deja a sus hijos unos días para sentir que está viva.
La buena madre no trabaja, no cumple sus sueños, no estudia, no deja a los niños en guarderías y no paga nana para que se quede un par de noches en la casa y tenga una cena romántica con su marido. La buena madre llora detrás de la puerta y se seca las lágrimas allí mismo para que sus hijos no la vean llorar porque ese es su rol: ser un mueble más.
Lo que detesto del estereotipo de madre es que te deja sin personalidad. Es como si porque eres madre tienes que dejar de ser tú. Te tienes que comprar un carro gigante para que quepan tus hijos, las bicicletas, las pelotas del futbol y el equipo, los trajes de ballet y el parque completo. Cuando veo los anuncios de desinfectante y jabón para lavar en lavadora y me estrello con el estereotipo de madre que pintan en la televisión (porque claro, si es desinfectante solo una mujer lo puede usar, los hombres parece que no limpian) me doy cuenta de que no me parezco en nada a esa mamá con camisa de flores que les preparó la lonchera a sus hijos con pan Bimbo el día anterior y se despide con una sonrisa en la puerta a las seis de la mañana, con el cabello impoluto y el aliento a lavanda con vainilla africana; porque yo todas las mañanas estoy de mal humor. Llego al colegio con el pelo parado y manejo un carro deportivo de dos puertas en el que me tengo que agachar para ponerle a mi hija el cinturón de seguridad.
Pero ser yo misma ha sido motivo para que las buenas madres no se quieran relacionar conmigo. Entonces existe esa especie de bullying materno —por decirlo de esa manera— en el que las buenas madres solo se juntan con buenas madres. Me refiero a madres bien, madres intachables, perfectas, con la manicura intacta, delegadas de grado, líderes del chat de madres… No, jamás dicen una mala palabra (se indignan cuando otra madre las dice, chish) y salen a las 3:30 de la tarde a tomar té y biscuits, pero no se tardan mucho porque a las 4:45 la cena tiene que estar preparada, los niños ya tuvieron que haber salido de fútbol, la verdura tiene que estar lavada y la casa debe prepararse para dormir.
Yo, en cambio, uso camisetas de Frozen, El Grinch y me gusta oír la música a todo volumen en el carro aunque mis hijos estén adentro. Casi nunca me pinto las uñas. Me entusiasmo con la Navidad y con cuanta fiesta se me pase enfrente, pero detesto ponerme a jugar con los niños en el suelo porque me causa tedio. Decidí que ellos debían aprender a hacer sus cosas solos. Como mala madre que soy, no me siento a hacerles las tareas y les enseñé a lavarse los dientes y a bañarse sin que me necesiten demasiado.
Al final, el bullying materno cobró su porción porque me tuve que salir del grupo de WhatsApp de buenas madres del colegio de mi hijo. Esos chats kilométricos que iniciaban a las cinco de la mañana y se terminaban a las diez de la noche en el que solo hablaban sobre el color de la falda que se iba a usar el día del árbol y el día del perico por la jura a la bandera.
Como soy mala madre me importa un bledo el color de la falda, la colecta para la kermés, el bazar navideño y la fiesta en la que se juntan las buenas madres para recaudar fondos para una obra benéfica.
He tenido la bendición de conocer a otras malas madres; madres que se van a trabajar todos los días, que deben viajar, que dejan a sus hijos con los abuelos o quien les haga el favor. Madres que se juntan los viernes a tomar vino y varios tequilas y qué… Las que viajan solas para parrandear solas y usan la falda corta porque son auténticas y las que luchan todos los días sin estarle pidiendo estándares a nadie de cómo deben ser.
Las malas madres somos felices. ¿Por qué? Porque entendemos que si somos felices nuestros hijos también lo son.
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