Hace más de siete meses que me enfermé de COVID-19 y desde entonces mi experiencia con la comida cambió drásticamente. Los primeros días de la enfermedad no olía absolutamente nada: podía incendiarse la casa o defecar un animal a mi lado y era lo mismo, pero conforme fueron pasando los meses poco a poco fue regresando algo parecido al olfato y al gusto, algo que nunca terminó de ser.
En las noticias que he leído abundan los artículos sobre el «late COVID» que a mucha gente le da risa porque han bombardeado tanto con el tema que ya nadie sabe qué opinar. Lo innegable es que el tema del «late COVID» es cierto y ha afectado a más gente de lo que se cree. He leído sobre personas que quedan con problemas cardiacos o que se sofocan constantemente. Otras se ahogan con una tos que nunca termina de irse o quedan débiles y sensibles a todo. Y están las personas como yo: con anosmia.
Después de tanto tiempo y de haber consultado con un médico perdí completamente la esperanza de volver a ser una persona normal. Lo hice porque estar esperando a que mi vida vuelva a ser la que era solo me hace sentir triste y de paso entristezco a las personas que me rodean y que no pueden evitar preguntarme «¿Te gustó?» cuando me dan a probar algo. Lo más increíble de todo es que uno está acostumbrado a que algo le guste; por ejemplo, en mi mente, la pizza tiene un sabor agradable que me encanta, pero ahora, cuando la pruebo, sabe a algo parecido a grasa con plástico. De igual forma con la mayoría de las frituras: empecé a tenerles aversión por su sabor a grasa quemada y dejé de consumirlas por completo.
Los postres y dulces saben a vainilla. A la tortilla sí le siento el gusto, pero la carne de res no. Ya tengo un listado en mi cabeza de las comidas que soporto y de todas las que no. Los primeros meses se me olvidaba que no sentía y tenía antojos que no podía subsanar. También comía cosas picantes para «despertar el olfato»; me hice la prueba de la naranja cocida, he hecho algunos ejercicios y me inyecté todo tipo de vitaminas y esteroides por prescripción médica. Nada funcionó.
A la fecha solo puedo decir que mi experiencia con la comida es muy distinta a lo que era. Como solamente cuando tengo hambre y trato de disfrutar al máximo lo poco que siento. He aprendido a diferenciar los sabores distorsionados aunque huela lo mismo una sopa de tomate, una cebolla y un taco. Me fijo mucho más en las texturas de los alimentos y trato de evitar todo lo que antes amaba y que ahora ya no siento para no arruinarlo en mi cabeza.
El apetito me ha disminuido muchísimo porque comer ya no me genera el placer que debería; solamente es una cuestión de subsistencia o saciar un instinto humano básico. Lo que sí puedo decir es que trato de no hablar de este tema con la gente y, los pocos que lo saben, olvidan constantemente mi condición. Ellos sienten su comida y no conciben que alguien no esté disfrutando de la misma manera, cosa que tampoco desmiento.
Siempre pienso que no debe ser muy agradable estar frente a alguien que no siente las delicias que preparó la abuela o el plato caro del restaurante gourmet. Pero he aprendido a disfrutar a mi manera, por ejemplo, el helado de frambuesa que me comí hace unos días sí sabía a frambuesa y eso me hizo muy feliz.
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