Asturias, Chandler, Morricone (III)


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalDe seguro dormí como un lirón. Me despojé de las sábanas y me acerqué a la ventana para intentar calcular la hora tras renunciar a mi reloj. El cielo estaba gris. Caía una lluvia ligera que en algunos países llamarán garúa, en otros, pelo de gato, y en el mío, chipi chipi (esa maña de relacionar lo que uno observa o siente con lo que ocurre en su patria, cuando, por ejemplo, estás de viaje. Es imposible no hacerlo, aunque las comparaciones no siempre sean lo más atinadas).

En el refrigerador enano quedaba solo una cerveza y algunos pertrechos de comida. Desde la ventana observé a los peatones cubiertos de sobretodos negros, chaquetas y bufandas; algunos en bicicleta o en monopatín. Unos metros más adelante estaba el Sena. Notre Dame seguía inmóvil y la torre permanecía estática. Por fin decidí acudir al reloj, que ya anunciaba la hora local: las nueve de la noche. Según yo, eran las cuatro de la tarde.

Me bebí a tragos lentos la cerveza y tras abrir mi laptop, enviar correos electrónicos y avisos de llegada normal y con altas probabilidades de asalto, revisé mi itinerario de trabajo en la biblioteca. Afortunadamente tenía un día más para sobrepasar el jetlag. Nunca había pensado tanto en Miguel Ángel Asturias como ahora. El hecho de meterme en lo más profundo de su intimidad me producía un poco de miedo y otro poco de alegría. Miguel Ángel es quizá el guatemalteco más conocido universalmente. Su obra, de gran originalidad, sumamente social y única continúa cautivando a miles de lectores. Mi estudio era alusivo al 50 aniversario de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, por lo que se preveía una gran celebración.

Este hecho también me provoca un sentimiento ambiguo de tristeza y alegría. Primero, porque es poco conocido a pesar de que su obra sea lectura «obligatoria»; segundo, porque es una oportunidad para que las personas se acerquen a su obra, la descubran o la redescubran.

Terminé de sacar mi ropa y la ubiqué en el closet abierto. Saqué algunos de los libros que llevé conmigo: la Narrativa completa de Raymond Chandler y otro tomo de todo Marlowe; además, Mulata de Tal y Hombres de maíz. Es extraña la combinación, pero soy un apasionado del género negro y no puedo dejar de leer a los clásicos.

Aquel primer viaje de un poco menos de tres meses me daría tiempo para estudiar a fondo a nuestro premio Nobel, pero también para escribir algunas historias de mi comisario, Wenceslao Pérez Chanán.

Otra vez, de la habitación vecina, empezó a sonar una flauta transversal con notas de Ennio Morricone. Creo que mi ruido de fondo será más que suficiente.

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