Vivir en Guatemala no es cosa fácil. Es saberse sujeto histórico de grandes barbaries y flagelos que se observan día a día. Es paranoia constante al transitar por lo barrios. En tiempos como los actuales, donde el egoísmo se desplaza por todas partes, donde el sujeto es construido enajenantemente para que practique un individualismo que conlleva cosificación y un culto al consumismo como pilares de esa forma de vida sistemáticamente planificada, resulta complicado pero es de suma importancia, hacerse de verdaderos amigos en el transcurso de la vida.
El tiempo no para, lo sabemos, estamos condenados a dejar de existir algún día. Quién, cubierto por el silencio y la oscuridad de la noche, no le ha preguntado al universo que no responde: ¿Cuándo y cómo enfrentar ese destino inevitable? La idea de la muerte nos inquieta, nos hace reconocer nuestra soledad en el universo pero también nos hace crecer; maduramos cuando contamos con esa conciencia puesto que encaramos la vida reconociendo la intensidad de cada momento y su infinito valor.
Sin embargo, cuando en pleno siglo XXI las nuevas formas de barbarie brotan día a día, cuando en un país como este el volver a casa se nos presenta como un lujo ya que cada despedida puede tener un no-retorno, cuando la violencia es parte de la razón instrumental de un estado que hoy se carcome en esa corrupción que hace pesado el andar al guatemalteco de a pie y, mientras la barbarie, en sus múltiples formas (terrorismo estatal, crimen organizado, hospitales desbastecidos, etcétera) es una herramienta utilizada por sectores históricamente poderosos para mantener sus privilegios, aunque tengan que pasar por encima de la vida de otros, y para quien ya no cree en otra alternativa que el repudio total hacia un sistema como este. Ante el sufrimiento humano innecesario y ante toda muerte evitable (como aquellas por causa de alguna enfermedad curable o el asesinato): ¡la rebelión metafísica y la desobediencia civil!
El Jueves pasado asistí al entierro de un gran amigo. Fue una de las tardes más tristes de mi vida. Me despedí de un ser humano con el que tuve el privilegio de compartir muchísimas experiencias, un hombre noble, solidario y leal; un compadre de andadas infinitas, de inolvidables noches y madrugadas de risas y complicidad que no se repetirán. Este amigo es una víctima más de un terrible sistema racionalizado, víctima de esa cobarde violencia estructural que se vive en un país que necesita con urgencia cambios radicales, que necesita romper el silencio, que necesita forjarse con el dialogo, la dignidad y el respeto a la vida, que lo necesita pero cuyas conquistas parecen no estar al alcance de la mano; pero que conste que no llamo para nada a una especie de quietismo, sino lo contrario.
Su ausencia duele mucho y sé que cuando uno llama “hermano” a un amigo es porque ha decidido elegirlo como tal. Este es el caso con este hermano al que hago mención. La vinculación que nos unió fraternalmente es demasiado fuerte y se queda dentro de mí. Ante el enojo y la indignación de tu pronta partida, no me queda más que agradecerte, querido Stanley, por las enseñanzas de vida. Salud y hasta siempre.
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