Los ecos de Trofim Lysenko


Rodrigo Vidaurre_ perfil Casi literalCuando pensamos en totalitarismo pensamos en antiintelectualismo. Ya sea en novelas de ficción como Fahrenheit 451 o en episodios históricos como las quemas de libros orquestadas por los nazis, la oposición entre ciencia y dictadura parece siempre presente en el imaginario colectivo. Y sin embargo, no siempre es el caso que el partido mande a cerrar las universidades. Por el contrario, las dictaduras más efectivas no han sido las que desacreditan a la ciencia, sino las que la apropian para sus propios fines.

En la década de 1930, un joven científico soviético se ganó el favor de Stalin: Trofim Lysenko, de origen campesino y leal al partido comunista, propuso una serie de teorías pseudocientíficas que eventualmente serían conocidas como lysenkismo. Estas teorías no solo aparecían en el momento justo que el régimen necesitaba atacar el problema de las hambrunas (resultado de la colectivización de tierras) y lidiar con el descontento popular, sino que resonaban ideológicamente con la cúpula marxista-leninista.

Lysenko rechazaba la genética de Mendel y proponía construir sobre el modelo de Lamarck, el cual afirmaba que las características adquiridas en la vida de un organismo pueden ser heredadas. Esta afirmación era música para los oídos socialistas ya que implicaba que la naturaleza puede ser dirigida y moldeada de acuerdo con directrices humanas, algo instrumental para el proyecto soviético de la construcción de un «nuevo hombre».

Trofim Lysenko continuó cimentando su posición hasta convertirse en director de la Academia de Ciencias Agrícolas. Bajo la protección de Stalin se volvió intocable, ya que quienes criticaban sus ideas terminaban arrestados o muertos. Mientras tanto, la simbiosis entre pseudociencia e ideología se volvía cada vez más absurda. Lysenko y sus seguidores afirmaban que los árboles debían sembrarse muy cerca unos de otros porque plantas de la misma «clase social» no compiten, sino que colaboran. Los medios oficiales difundían estas locuras al tiempo que desacreditaban la genética como «burguesa» y «reaccionaria», llevando así a la creación de un discurso ideológico con disfraz de ciencia.

El descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN y el proceso de desestalinización iniciado por Kruschev finalmente terminaron enterrando al lysenkismo. Pero el daño estaba hecho: se encarcelaron y ejecutaron a decenas de científicos brillantes, y la ciencia y agricultura soviética sufrieron un retraso de medio siglo.

Es por eso que las lecciones del lysenkismo no deben olvidarse. Cuando un poder político (de izquierdas o derechas, indistintamente) intente volverse totalitario, la ciencia no será su enemiga, sino una de sus más valiosas herramientas. Y cuando los propagandistas usen batas de laboratorio y escriban artículos científicos nos tocará a nosotros comenzar a discernir entre verdad e ideología.

Foto de portada: propiedad de Nationaal Archief.

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