Tal como sucedió con la victoria de Donald Trump y de Nayib Bukele, la reciente victoria electoral de Javier Milei en Argentina ha vuelto a sonar las sirenas del populismo. Surgen en redes sociales videos de toda índole explicándole a la audiencia qué es el populismo y por qué es tan peligroso. Esta línea de pensamiento centro-liberal, ejemplificada por autores como Andrés Oppenheimer o Gloria Álvarez, nos advierte que nuestras democracias se ven amenazadas por demagogos autoritarios que incitan pasiones bajas para hacerse del poder. Los populistas son “ellos”; y “nosotros”, la sociedad educada que ve tras el velo de las mentiras y clama por gobernanza y estado de derecho.
Más allá de mis simpatías o antipatías por los políticos que menciono arriba, me parece que la dicotomía que se intenta marcar entre populismo y buen gobierno es contraproducente. Históricamente, el populismo ha sido entendido como la reivindicación de las clases populares de cara a las élites políticas y económicas. Antes de tener una marcada connotación peyorativa, era común que pensadores amigos de las clases populares como Christopher Lasch se identificaran con la etiqueta de populistas. Bajo ese marco conceptual, la antítesis del populismo es el elitismo.
Lo que está en juego es más que simple semántica. Al consumir estos discursos autoproclamados “anti-populistas” corremos el riesgo de pensar que todos los programas populares son malos por el hecho de ser populares, y que las mayorías son ignorantes y peligrosas por el hecho de serlo. Caemos, sin darnos cuenta, en el engaño elitista que no entiende al pueblo como soberano.
Muchos de los políticos llamados populistas se eligen bajo plataformas que les hablan a malestares compartidos por grandes segmentos de la población. Las preocupaciones económicas, culturales y demográficas de los electorados no son ficticias y responden a ansiedades reales de una población que cada vez se siente con menos poder político, con sus vidas determinadas por una élite global que dicta políticas desde el FMI y las Naciones Unidas, y una élite local que las ejecuta mientras despoja al fisco. En un contexto político donde el ciudadano de a pie parece tener cada vez menos poder, el populismo es la única respuesta lógica y coherente.
El populismo, entendido como el gobierno por y para la gente común, no es el problema. El problema es la casi inminente traición a estos programas populares que prometen rescatar nuestra autonomía y soberanía. El problema es que en casi todos los países donde ha triunfado el discurso populista, este se ha constituido rápidamente como un nuevo elitismo que termina excluyendo a las mayorías que los votaron. En conclusión, los problemas que diagnosticó Milei —indisciplina fiscal, burocracias parasíticas y agendas culturales contrarias a nuestros valores— son reales y urgentes. Lo que queda ver es si realmente se dará a la difícil tarea de resolverlos o simplemente tomará el cómodo lugar de la élite kirchnerista saliente.
[Foto de portada: Juan Mabromata, para AFP]
Ver todas las publicaciones de Rodrigo Vidaurre en (Casi) literal