Las niñas y los niños visten de incumplimiento crediticio


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalHace unos días pregunté a mis estudiantes si sabían qué evento había marcado la historia panameña en 1968. Aclaro que no soy de los que creen que debemos ser un buscador de Google andante. Hice la pregunta simplemente como una de esas piruetas que profesores desesperados ejecutan para cambiarle el ritmo a una clase llena de fechas, estadísticas y polvo. Para mi sorpresa, ningún estudiante conocía sobre el golpe de estado militar de ese año y todos mantenían una visión del General Torrijos un poco borrosa por humo, barro y mocos. Para marcar la ocasión hice mi drama estilo Lupita Ferrer mostrando indignación por la falta de conocimientos básicos de historia patria.  Espasmos y aullidos acústicos le dejaron claro a mis estudiantes que soy un pedante, refunfuñón, con una fuerte deficiencia de sol de azotea. Indignado me quedé por días hasta ver cómo mi propio desconocimiento básico de cifras y dinámicas históricas me hunde en la lasitud.

Cuando vi el video de la nueva ministra de la mujer, familia y derechos humanos en Brasil —una tal pastora de apellido Alves— anunciando, al mejor estilo Trump, que, «¡Atención! Los niños visten de azul y las niñas visten de rosado», comencé a galopar de la rabia. Con los aplausos salivosos de sus simpatizantes, la pastora consolaba a millones de sus feligreses-ciudadanos y me sacaba galones de bilis dejándonos saber que Brasil regresaría a un pasado mejor donde las niñas son princesas y, supongo yo, solo pueden ser felices casadas con un hombre macho masculino y pariendo dos hijos, la parejita: un niño de cabello corto y una niña de cabello largo.

Mientras que me hervía la bilis enfrente de la computadora —pensando en cómo el mundo trumpeano es altamente retrógrado y en que hace falta una revolución—, hacía varios clics y piruetas de redes sociales que me llevaron eventualmente a cifras, gráficas y textos que mostraban quién era el retrógrado en realidad. Resulta que soy yo el que extraña y quisiera regresar a un mundo que ya no existe. Resulta que la pastora Alves apoya con sus panzadas una silenciosa revolución financiera que, sin sangre, ha afectado a miles de millones de personas. En 1968 el sector financiero brasileño equivalía a un sobrio 10 por ciento del tamaño de esa economía. Para 2016 esa cifra era un jacarandoso 64 por ciento. En 1996, 3 bancos en Brasil manejaban 40 por ciento de los activos de su sector financiero, y hoy controlan el 70 por ciento. Aunque esto en parte significa que más personas como tú y como yo pueden ir a un banco con una idea de negocio y pedir un préstamo para implementarlo y pagarlo a plazos, en realidad ese crecimiento y concentración financiera ha sido alimentado por humo zodiacal.

Durante los últimos 50 años el mundo capitalista ha sido transformado por frías herramientas financieras y algoritmos procesados en nubes virtuales. El sistema ese de «te presto dinero para que inviertas en cosas de verdad» —casas, tiendas de ropa, maquiladoras, carreteras— poco o poco se está convirtiendo en una curiosa nota histórica. En realidad vivimos en un mundo donde se evita invertir en la gente y preferimos apostar sobre el cambio de valor financiero de compañías. En lugar de creer en el desarrollo humano, el mundo financiero invierte sus energías en adivinar futuros y montar opciones de valores de productos básicos, transferir riesgos de una institución financiera a otra y excavar minas de monedas virtuales con mucha astucia y conocimientos de programación de ordenadores. En un sistema con tendencia al oligopolio, un número creciente de compañías ha decidido no invertir en expandir su producción o en la innovación: para ellos hay mejores retornos en adivinar si el valor de la electricidad que alumbra tu casa va a subir o caer mañana. Leer y apostar en el horóscopo financiero viene sin la complicación de administración de personal, y con grandes ventajas tributarias. Más de $45,000,000,000,000 se apuestan al año en un gran casino zodiacal financiero protegido por la banca en la sombra, sin tener que enfrentar regulaciones, procesos democráticos o escrutinios de los medios de comunicación que les pagan por hablar sobre huecos en la calle e ideología de género. Todo esto, en gran parte, ha exacerbado problemas de acumulación de riqueza y tasas de desarrollo económicos escleróticas.

Por eso extraño ese mundo de antaño de los bancos que invertían en negocios de carne y hueso, con la debida regulación gubernamental; pero soy un retrógrado y los trumpeanos son los verdaderos revolucionarios. Cuando ellos llegan al poder, las diferentes bolsas de valores alrededor del mundo muestran su henchida alegría de manera transparente. Las bolsas saben que estos revolucionarios no solo los ayudarán a aumentar la mancha de la sombra bancaria y promover la innovación financiera en las nubes de Google y Amazon, sino que también reducirán el rol del Estado en supervisar y monitorear sus operaciones.

Lo más atractivo de todo esto, para el mundo financiero, es que los trumpeanos apoyan estos cambios con la magia distractora de una pitufina entre mil pitufos. Logran múltiples espasmos y aullidos acústicos —de feministas, activistas LGBTIQ y defensores de los derechos humanos y democracia en general— con videos y tweets quejándose de quimeras como las feminazis, gays con cuernos, indígenas zombis y el totalitarismo democrático.

Nos dejamos distraer y olvidamos las dinámicas que más están afectando la vida de los más necesitados. No es suficiente defender los principios detrás de los derechos humanos, promover narrativas inclusivas y valorar los procesos democráticos si no participamos en conversaciones y debates sobre innovaciones financieras. Nuestras voces deben estar presentes, altas y claras, cada vez que nuestros gobiernos cocinan leyes que aprueban el uso de derivados financieros para establecer el precio de las necesidades más básicas de los seres humanos.

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