Crecí rodeado de montañas de lodo rojo que separaban mi casa de la gente con castillos con vistas al mar. Crecí escuchando que leer un par de libros y tomar un par de examenes me ayudarían a escalar ese lodazal y dejar atrás esa vida, que la meta de todo pobre es dejar atrás a los pobres que no leyeron a Mistral.
Crecí aplastado por una montaña caliente que ahogaba mi sexualidad con el cuento medieval de que ser homosexual era pecaminoso, enlodado. Crecí escuchando que la única manera de limpiarme era escapándome a otro país, cual criminal en fuga.
Crecí ignorando las montañas de evidencia que apuntaban a que la opresión por mi sexualidad no solo era un asunto personal, pero que también limitaba mis derechos civiles. Me tomó mil primaveras tristes entender que ser un hombre gay, como sucede con todas las personas que no tienen poder de negociación, significa recurrir a los gritos para describir las injusticias de las que somos víctimas. Gritos que crecen porque las personas en el poder siguen descartando la existencia de esas injusticias.
Para fingir acción, los del poder demandan montañas de pruebas de cómo, cuándo, dónde las personas LGBTIQ son discriminadas en el mercado laboral, abusadas en las escuelas, acosadas por policías. «¿Dónde está la evidencia?», nos preguntan a diario, «¿Quién dice que los LGBTIQ no reciben los mismos derechos sociales que el resto de las personas?» Y cada vez que presentamos las pruebas en llamas tenemos que aguantarnos las acusaciones de que lo hacemos para figurar, llamar la atención.
Tenemos que aguantarnos y aceptar la duda quienes están en el poder. Ellos son los que deciden y mi rol es aguantarme sus caradudas. Los gritos siguen creciendo porque la cantidad de evidencia necesaria para demostrar la opresión es cada vez mayor que el balance de cuenta bancaria de un diputado corrupto.
Esta noche, hace un par de minutos, un diputado de acento cancerbero ha aportado un granito de evidencia que deja al descubierto el nivel de discriminación que enfrentamos a diario quienes no somos heterosexuales. Cándida y orgullosamente, Jairo «Bolota» Salazar, diputado del partido en el poder de Panamá, acaba de declarar que los gays no pueden entrar a la Asamblea. Cientos de personas protestaban afuera de una Asamblea protegida por púas y gases lacrimógenos y exigían entrar. Cientos de personas gritaban porque han aprobado incluir un artículo en la Constitución que declara que el Estado reconoce el matrimonio solamente entre un hombre y una mujer. Enfrente de cámaras y micrófonos, el adalid de los fundamentalistas religiosos declaró —comiéndose todas las eses y erres que encontró en el camino— que «lo’ gay no pueden entra’ aquí. Ello’ son gay y ello’ no pueden entra’». Cuando, sorpresa de sorpresas, una periodista le respondió que «ellos son panameños», su respuesta fue contundente: «No. Ello’ son gay».
Y así culminó exitosamente su performance marcado y medido para las personas que lo mantienen en el poder. Levitando de gozo, el diputado ha asegurado su reelección y a los gays nuevamente nos tocará explicar (sí, nuevamente) que sí, que eso es evidencia de exclusión social; y que no, que no nos quejamos para llamar la atención. No permitirme participar en discusiones sobre las leyes que me afectarán como ciudadano es la forma más perversa de exclusión social.
Mientras escribo estos gritos, el diputado ya utilizó el viejo truco de declarar que tiene amigos gays y que el problema no es él sino los medios de comunicación que solo quieren alimentar odio. A los gays nuevamente nos tocará explicar (sí, otra vez) por qué una persona como él debe presentar su renuncia. Los del poder nos explicarán que el pueblo lo escogió y que eso vale más que la dignidad del pueblo. A los gays nuevamente nos tocará aguantarnos esas caradudas (sí, una vez más) y seguir sumando granitos a esa enlodada montaña de evidencia.
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