Poca gente sabe que desde la infancia y durante toda mi adolescencia recibí clases de canto. Tal como reza el cliché, la música es un oportuno refugio cuando tienes una cara tan golpeable e insultable como la mía. Hay un encanto especial en la capacidad para crear algo hermoso a través de tu cuerpo. Y aunque gran parte de mi entrenamiento fue estrictamente pop, mis géneros favoritos para interpretar siempre han sido el clásico y la trova, acaso porque atraviesan cómodamente la poesía que siempre me ha acompañado con y sin ganas. Siempre me sentí consolada por la música, como esa amiga de otra escuela que te imagina más bonita y popular de lo que realmente eres.
No sé si este fue el caso de Massiel Carrillo, pero muchos años pensé que sería una cantante profesional. Me llenaba la cabeza con sueños del Coro Mundial y el Carnegie Hall, pero gradualmente fui tragando mayores dosis de realidad cínica concentrada. Mis intereses y ansiedades se multiplicaron y cambiaron, como pasa con todos. La música se volvió un gusto más cómodo y transitorio, y no una disciplina estricta de repasos, respiraciones y ejercicios de diafragma. A veces entretengo la idea de retomar las lecciones, pero estos días me conformo con una que otra posición en un coro o en el ingrato deleite de arruinarle el karaoke a la gente para ganarme un shot de tequila.
Ya no soy una intérprete dedicada, pero conozco muy bien el seductor brillo de un escenario. Pocas veces en la vida tenemos un espacio para ser admirados y aplaudidos, o tan solo vistos. El intérprete navega entre el deseo y la atención, capitalizando todos los ojos y oídos en el cuarto. Es una necesidad tan humana como el hambre, y justo el tipo de necesidad que deja a tantos artistas muertos de la misma. Por eso no me sorprende que tantos políticos tengan la urgencia de pararse frente a cualquier micrófono a presumir sus dotes vocales. Todavía recuerdo una conferencia universitaria con el entonces alcalde Álvaro Arzú, donde, después de preguntar si había periodistas en la audiencia, pidió una guitarra y cantó un bolero bastante destemplado. Así supe que mi papá no estaba bromeando cuando me dijo que Arzú fue estrella de la Teletón.
Pero no solo ha sido Massiel Carrillo. En el último ciclo electoral en Guatemala hemos sido testigos de más políticos cantantes, incluyendo Roberto Arzú (hijo de Álvaro) y el perenne showman Neto Bran, Massiel Carrillo es solo la más reciente adición. Lo primero que me cautiva de estas personas es que hayan decidido publicar sus interpretaciones, claramente desprovistas de talento y destreza. En el pasado, estos momentos probablemente quedarían relegados a una película casera, acumulando polvo entre una copia de porno y una película de Disney en VHS.
Pero en esta época es preferible colgarlos en redes sociales para presumir un polifacetismo barato. Después de todo, el canto es una forma “fácil” de presumirse artista, o al menos interesante. Cualquiera puede hacerlo y cualquiera puede encontrar amigos ebrios que le digan que lo hace “bastante bien” (esta es la razón por la que tiene una carrera completa Benito Martínez Ocasio, alias “Bad Bunny”), pero el objetivo al final es el mismo: sugerir que hay una sensibilidad creadora debajo de la propaganda, los esteroides y la silicona.
Creo que esa ansiedad de ser vistos con el aura mágica del intérprete es lo único confesamente humano que conservan las celebridades de la política. No es ni siquiera por el branding o la exposición: es solo la urgencia de saberse vistos y apreciados en una dimensión que no cabe en la pancarta con el logo del partido.
Casi por eso siento lástima: porque conozco muchas otras personas con talento y dedicación que matarían por acaparar esas vistas aunque seguramente pasarán de este mundo sin relevancia. Conozco artistas con incalculable talento que se las empeñan sin un empleo estable ni una oportunidad para crear. Acaso encontrarán sus tragos de cinismo y realidad y se decantarán por algo denigrante y vulgar para salir adelante en sus vidas. Sospecho que en un día venidero los veré sonriendo desde la boleta electoral.
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