La noche nos envuelve y la calle, carente de vida, respira por primera vez en años. Asomarme a la ventana y sentir que eso es un acto revolucionario calma la ansiedad que produce el encierro. Un tal Hemingway me cuenta la historia de un viejo varado en el mar y un señor que se apellida Dalton dice que desea «hablar de la vida en todos sus rincones y juntar todo en un rio de palabras».
Sigo pendiente de la ventana, de la calle que se ha quedado muda y de los perros que descansan en la acera. Los árboles danzan dichosos con la bella sonata del silencio y nacen ideas condenadas a una muerte precoz. Quizá ese perro que descansa feliz en la acera sueña con jugar en la pradera y correr hasta el fin de la primavera. Quizá los árboles nos extrañan y las estrellas no saben ya a quién iluminan.
La noche casi acaba y la televisión se divide entre los que pronostican el fin de los tiempos y los que no le acaban de ver lo grave a «una simple gripe». Hay un reducido grupo que guarda silencio, que observa los modelos matemáticos, y una lágrima solitaria besa sus mejillas porque no hay peor noticia para las personas de ciencias puras que no saber con exactitud lo que va a ocurrir. Todo esto mientras aquellos que alardeaban de hacer milagros se ocultan entre las sombras y los que hablaban de solidaridad ahora callan.
Lo único seguro es que, sin importar nuestros maravillosos avances, en tiempos de crisis recurrimos al más profundo de los instintos de supervivencia; y las personas de hoy —como las de hace 10 mil años— nos escondemos en nuestras cuevas esperado que los fantasmas no nos encuentren.
El mundo del que un día nos sentimos dueños recibe al alba en silencio. El miedo, la ansiedad o la indiferencia de los que no le ven lo grave nos demuestra que no somos propietarios de nuestros pensamientos. Las noches que siguen serán recuerdos de ese tiempo en que el heroísmo, al menos para mayoría de nosotros, se redujo a quedarnos en casa sin hacer nada.
Mientras tanto, los perros que sueñan con la primavera, los árboles que danzan con el silencio y las estrellas solitarias que iluminan al mundo nos recuerdan que esta tierra nunca fue ni será nuestra, que no nos necesita y que nuestra vida es una línea de texto en el libro de la historia. Y cuando vuelva el ruido y podamos callar a la voz en nuestras cabezas, no debemos olvidar que si alguien pregunta: «¿Por quién doblan las campanas?», la respuesta nunca será: «Por nosotros».
†