En El Salvador, casas que llevaban años de estar abandonadas son pintadas con ánimo y entusiasmo. Los trabajadores de la obra no cobran por ello, tampoco lo hacen por colocar afiches en postes de electricidad, ni reciben comisiones sobre ventas de camisetas o gorras porque las regalan. Por estas fechas hay muchas cosas que son gratis y se aparecen personas extrañas, de esas que solo se ven en televisión, y se aproximan a las colonias y comunidades que suelen ser nombradas en los noticieros por poseer altos índices delictivos.
Los noticieros y periódicos parecen olvidar todo acontecer por pequeño o enorme que sea, y en casi la totalidad del tiempo televisado y de las páginas de los periódicos sobresalen los comentarios «expertos» de opinólogos. Qué profesión más bella debe ser esa: opinar, opinar sobre cualquier tema con la protestad de llevar la palabra «experto» y, aún más: que te paguen por eso. Así, como por arte de magia, toda la desidia de años se ve sustituida por un altruismo espontaneó, mientras que los hospitales y escuelas hacen agendas para recibir personas con banderas, equipos televisivos, gorras, brazaletes y pulseras.
Me atrevería a afirmar que el PIB debe verse muy beneficiado por la sobreproducción de baratijas y la venta de espacios publicitarios. Los fanáticos de unos personajes discuten con los fanáticos de sus contrapartes, empleando en cada segundo las mejores y más creativas falacias que se les ocurren y, mientras tanto, la vida sigue: los negocios abren y cierran, los oficinistas entran y salen de trabajar, las fábricas abren y cierran turnos. Muchos, a veces sin lograrlo, continúan con sus jornadas. Todos intentan que el bombardeo de información y propaganda no afecte sus labores diarias (así, con ese ritmo frenético, con esas constantes frases que engendran conceptos abstractos y sin ningún contexto que las justifique). Pasan los meses y los niños que ven por vez primera la invasión de colores partidarios se preguntan por qué todo el mundo es tan amable, tan abierto al público, tan altruista, tan humanista. Pero los señores que ya han vivido el cuento varias veces, les responden, con toda la sinceridad y dolor del mundo, que son tiempos de elecciones.
Cuando la fecha llega —esa marcada con rotulador rojo, encerrada entre círculos y óvalos imperfectos—, dejan de aparecer las camionetas llenas de voluntarios para pintar casas, muros, postes y regalar camisas y gorras; quienes alteraron su rutina la recuperan y los que vivieron o intentaron vivir con total normalidad dibujan una sonrisa que tácitamente dice: «Se los dije».
Al conocerse los resultados, los medios tienden a dividirse entre aquellos que exclaman que será el fin de la sociedad y los que alaban el comienzo de la futura prosperidad. Y los personajes extraños que pasaron meses jurando que dentro de cinco años íbamos a ser Suiza, como si fuera un ritual, se borran de la vista pública. Aquellos hombres y mujeres que iban de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de casa en casa preguntando por las necesidades más básicas, donando ropa, comida y hasta medicinas (eso sí, siempre en presentaciones con los colores de su partido y con la condición de que fuera frente a una cámara) se van. Su temporada de conseguir escaños legislativos, alcaldías y, de vez en cuando, hasta la silla presidencial, ha terminado. Ahora solo les queda vivir durante tres o cinco años con lo conseguido y esperar pacientemente la próxima temporada de cosechar puestos públicos.
En perfecta coherencia con la rutina de cada lustro, se terminan los tiempos donde la esperanza, el progreso y el cambio están en boca de todos. A la primera se le conoce muy bien, pues, este país, como muchos otros, lleva prácticamente toda su historia viviendo de ella, depositando todo en un futuro que no llega, en una promesa que se repite con fechas y nombres diferentes. Y muchos dirán —resignados y poco convencidos— que por fin, después de tanto tiempo, se tomó la decisión correcta o, por lo menos, la menos dañina.
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