Una de las frases más sonadas en estos tiempos es esta: «Si no serás el mejor en lo que haces, no lo hagas». A este pensamiento se adjuntan cientos de vidas frustradas.
El perfeccionismo que los mercados laborales demandan terminó contagiando a todos los aspectos de la vida. Hoy se predica la ingenua idea de ser los mejores en todo y en todos lados, que no hay otra probabilidad admisible más que el éxito y que hasta el menor e insignificante de los fracasos debe ser motivo de vergüenza. ¿Cuántas obras artísticas, posibles científicos o simplemente pasatiempos no se han perdido en consecuencia de esta manera de pensar?
Si los escritores del mundo no se animaran a tomar el lápiz, el único título en las librerías sería La epopeya de Gilgamesh. No hay que ser Picasso para disfrutar de pintar, ni Cervantes para escribir o Zidane para disfrutar el futbol. De hecho, para todo ello ni siquiera hace falta ser bueno. Qué importa si nuestro nombre jamás estará en la portada de un libro o en la entrada de una exposición independiente.
¿Por qué tener tantos dolores de cabeza por los resultados de una actividad que disfrutamos? Si se sueña con ser un profesional en x o y cosa, ¿por qué frustrarse por no ser superior a todos? Entender que se puede hacer algo por el mero placer de hacerlo sin necesidad de ser el mejor es tan valioso como esforzarse el máximo para conseguirlo.
Hay pocos genios en el mundo y no ser uno de ellos no nos hace fracasados. Saber esto es vital para dar un respiro en medio de una atmósfera ultraperfeccionista creada sobre expectativas ingenuas que se destruyen ante la fría realidad. Quizá abrazar un poco a la mediocridad ayude a entender que un Toyota no será un Ferrari, pero tampoco está mal; o que querer superar a Newton nos llevará a una decepción, pero subir la calificación de física no es poca cosa; pero, sobre todo, que el «éxito» no debe anteponerse a la felicidad.
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