A lo largo de la Sexta Avenida del Centro Histórico de la ciudad de Guatemala hay un letrero recurrente detrás de las vitrinas de los almacenes: «Esto no es una cabina de teléfono».
Significativo y hostil con los paseantes, tal prohibición hace que me detenga a ver a las personas que, solas o acompañadas, se aferran a sus celulares, hablando o chateando. Es muy interesante la diversidad de teléfonos, rostros y condiciones. Todos le hablan al aparato enfrentándolo con risa o con enojo o con angustia o con leves gestos de atención; mientras que el entorno se vuelve más ruidoso y es necesario taparse un oído para escuchar claramente al interlocutor.
Aunque la patente del teléfono data de 1876, en mi familia tuvimos uno hasta el año 1982, cuando la entonces empresa telefónica Guatel se dignó a conceder líneas para las familias de clase media. El primer aparato que hubo en mi casa era una caja color naranja con marcador de disco. Cuando tal chunche sonaba hacía un escándalo parecido al de una alarma de incendio. Puedo decir que antes de esa fecha la telefonía era algo irrelevante para mí.
Como las necesidades pueden inventarse hasta el punto convertirse en imprescindibles, a la fecha no puedo imaginar mi vida sin un teléfono. Cuán tranquilizador es tenerlo en el bolsillo y recibir la llamada de nuestra pareja o de nuestros hijos o de nuestros padres diciéndonos que llegaron bien al trabajo o a la casa. De frente al miedo que nos acecha cada día, tal cosa neutraliza o exacerba todas nuestras neurosis.
Pasar frente a un kiosco de aparatos móviles es detenerse ante lo ridículamente asombroso: teléfonos que son oficinas completas, pagaderos a plazos y que pueden contar hasta con póliza de seguro contra el más común de los actos delictivos: el asalto a mano armada. Con todo esto me pregunto: ¿Será que hoy en día estamos mejor comunicados o simplemente somos como zombies que van rumiando a solas, desconectados de su entorno y esperando que todas las respuestas surjan de una pantalla minúscula?
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