«Sin duda el poder cambia a las personas y, cuanto más disfruta una persona del poder, mayor el peligro que el cambio sea, en verdad, un corruptor».
Ignacio “Nacho” Martín-Baró S.J
Yo tenía quince años, era — como lo sigo siendo— estudiante de secundaria. Me dirigía a la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Mis compañeros contaban chistes y, por alguna razón que no recuerdo, fuimos por el camino largo. Llegamos tarde. Era casi el mediodía y, por obvias razones, no nos darían comida.
Estábamos allí para ver una exposición sobre la vida, obra y martirio de seis sacerdotes jesuitas en el Centro Monseñor Romero. Todos nos lo tomábamos a chiste, las risas abundaban y las quejas para que nos permitieran ir a comprar comida eran constantes. La gracia no duro mucho: ver imágenes con ropa ensangrentada, cuerpos inertes y las últimas pertenencias de los sacerdotes ahogaron las bromas. Pero no fue eso lo que diluyó mi sonrisa ya que la reflexión que me acompañó ese día hasta mi casa fue ocasionada por hecho tan simple como irrelevante: allí, donde a ellos los mataron, hay flores.
Fue una madrugada de noviembre de 1989 cuando unas esmeraldas cantantes vieron a soldados ingresar al campus de esa misma universidad y con sus fusiles callaron la voz de seis curas y cerraron para siempre los ojos de una colaboradora de limpieza y de su hija de dieciséis años. Por aquellos años la universidad nacional luchaba para mantener sus actividades y el resto universidades privadas recién estaban naciendo. Esta situación posicionó a los curas en la élite académica e intelectual de El Salvador. Por eso no solo les quitaron la vida a seis personas, a seis religiosos, a dos mujeres inocentes; no solo dejaron a una institución educativa sin autoridades, sino que quisieron matar la idea de libertad.
Cuando uno camina por ese jardín donde les arrebataron la vida pueden verse flores. Ellas, pese a todo, logran florecer y dan la sospecha de que el objetivo no fue cumplido, que las armas no pudieron contra las letras y la violencia fue opacada por la genialidad de unos hombres brillantes cuyas ideas han trascendido hasta nuestros días. ¿Cómo no envidiar a los dichosos que pudieron escuchar a Ignacio Ellacuría hablar de filosofía y a Ignacio Martín-Baró proponer una «psicología latinoamericana de la liberación»?
Cinco de ellos eran extranjeros, gente que no tenía nada que hacer aquí y sellaron su destino con este pueblo. Se me hincha la piel al oír a José María Tojeira decir, con la voz a punto de quebrantarse, que la UCA no ha muerto. Porque el Estado salvadoreño puede matar profesores, doctores, curas, poetas y filósofos, pero no ha podido matar a la libertad que, pese a todo, mantiene la esperanza.
La UCA lleva treinta años con una herida en su historia: personas que murieron por decir lo que pensaban, por defender la libertad en los tiempos de terror. Las paredes diáfanas dejan pasar la luz de la memoria y en el auditorio que ahora lleva el nombre de Ellacuría siguen sonando las reflexiones de la cátedra de realidad nacional. Su voz sigue resonando en ensayos y en la realidad viva que en aquel entonces un niño de quince años no podía entender y ahora uno de diecisiete tampoco, pero al menos sabe que existe.
Allí había flores. Han pasado tres décadas desde aquella madrugada trágica y dos años desde que nos llevaron a ver sus restos. Regresé a mi casa sin expresión facial. Se les acusó de marxistas, de ensuciar la mente de la juventud, de ser provocadores. Los mataron y, de alguna forma, se las arreglaron para seguir vivos. El caso de los jesuitas será una de las tantas páginas negras en la historia de una República que nació por accidente y recordar aquella madrugada cada año sirve para dos cosas: no olvidar nuestros errores y recordar que, pese a todo, las ideas son inmortales.
No se hizo ni se hará justicia por ellos, pero sus nombres jamás serán borrados de la memoria porque sus asesinos morirán y su recuerdo se extinguirá mientras que seis curas y dos empleadas domésticas son condecorados. La libertad que se defendía con entusiasmo a finales de la guerra civil en en aquella universidad latiendo y sus mártires son símbolos del precio que tiene el Estado el derecho.
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