Para nadie en Guatemala es un secreto ―por lo menos para nadie que trabaje en el medio de las artes escénicas― que el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, específicamente las instalaciones de la gran sala y del teatro de cámara, están copadas por grupos que han fincado sus pequeños feudos para que, desde ahí, puedan ejercer tras bambalinas todo su poder. Lo más triste es que, por camaraderías, complicidades y juegos políticos que caracterizan al gremio de las artes escénicas, todo mundo opta por quedarse callado, talvez con la esperanza de encontrar un espacio asegurado para realizar sus propias temporadas los años siguientes.
Por lo menos desde que comencé a frecuentar el medio artístico, allá por finales de la década de 1980, la monopolización de los espacios y de las temporadas en el Centro Cultural ha sido uno de esos incómodos hechos que es conocido de todos, pero que todo mundo se calla. O díganme, ¿quién de la gente con más de treinta años en las tablas acaso no sabe que las temporadas son repartidas por compadrazgo entre colectivos artísticos y que a los espacios acceden aquellos grupos que tienen contactos con los mandamases de la institución?
Como de todos es sabido, la semana pasada fue destituida la directora del Centro Cultural, que apenas tenía pocos meses de haber tomado posesión del cargo y que les había declarado la guerra frontal a los grupos de poder establecidos. De hecho, la llegada de la hasta entonces directora se había manejado con toda la cautela del caso porque, precisamente, llegó al cargo de manera arribista: quizá con una visión empresarial, pero con dudosa visión artística y humanística. Nadie supo nunca de su postulación y cuando la gente vino a darse cuenta ya estaba sentada en el puesto. Afortunadamente, no estuvo el tiempo necesario para demostrarnos los resultados de su gestión y los pocos meses que estuvo dirigiendo esta institución apenas logró comenzar a poner en marcha un plan de jardinización, además de la cruzada que emprendió contra los grupos de poder y en la que, por lo menos, logró sacar a la luz mucha ―aunque no toda― la corrupción que se mueve entre muros.
Ejemplo de esta corrupción fue la expresada por la antigua directora en una entrevista el mismo día que la destituyeron, acerca de un trabajador del teatro que ostentaba tres cargos públicos y devengaba tres salarios, algo que, por supuesto, es humanamente imposible. Además hizo alusión a los negocios personales que hacen muchos de los empleados del teatro. Claro, hasta el día de hoy, estas solo son acusaciones que están todavía por comprobarse. Lo bueno de todo esto, según dijo, es que se hicieron las respectivas denuncias en el Ministerio Público, por lo que es de esperarse en el futuro que se esclarezca la verdad de estos hechos. Lamentablemente, el gremio artístico ni está debidamente organizado ni le interesa que se les dé seguimiento a estos procesos, por lo que, lo más seguro, es que estas denuncias estén condenadas a morir engavetadas en los anaqueles del Ministerio Público.
Sucede como todo en Guatemala: directores van, directores vienen, desfilan presidentes y ministros, pero algo es cierto y seguro: los grupos de poder están profundamente enraizados y, como dicen las abuelitas, cuando el río suena es porque piedras trae. Hoy más que nunca estos grupos han demostrado la fuerza que poseen. Uno puede calcular su poder si, al cabo de seis meses, pudieron echar a una directora elegida por las mafias políticas oficiales y que pertenece al sector empresarial de las élites conservadoras más retorcidas de este país. Si fueron capaces de hacer esto, entonces quizá no nos podamos imaginar siquiera las dimensiones de su poder.
Lo cierto es que entre una y otra mafia, entre la corrupción política y el nepotismo por parte de un grupo de trabajadores, nuestro Centro Cultural, con su espectacular arquitectura ―que debería ser un motivo de orgullo― va deteriorándose cada vez más: el año pasado debió cerrarse para darle un profundo mantenimiento que nunca se la ha hecho a la infraestructura y, al parecer, todo quedó en papel. Las duelas de los teatros están completamente gastadas, la madera de los escenarios rechina, los telones y butacas están completamente descoloridos, las paredes lucen mohínas y los camerinos carecen de los servicios más elementales… Pero, además de eso, el servicio ofrecido es de muy mala calidad.
A leguas se nota que no existe comunicación entre el personal de oficinas y el personal técnico-artístico. Se programan ensayos generales que nunca se llevan a cabo porque nadie sabe nada. Se traslapan horarios de ensayos y montajes, se programan funciones a las que no llegan los técnicos y corregidores. Pero eso sí: cualquier incumplimiento de las compañías en los estatutos establecidos al firmar contrato debe ser ipso facto, como si se recibiera el servicio de un teatro de primer mundo.
Cualquiera podría pensar que no se puede esperar otra cosa de una institución estatal y nos acomodamos «a lo que venga», típico dicho chapín con el que justificamos nuestra indolencia. Tristemente me resta decir que, así como el país tiene el gobierno que merece, quienes conformamos el gremio artístico tenemos el centro cultural que merecemos y las cosas no van a cambiar si no denunciamos, si solapamos los actos corruptos solo porque los hace nuestro compadre. Es más, con una actitud como esa no solo nos volvemos cómplices pasivos de la corrupción, sino que también hundimos cada vez más en el fango el movimiento artístico que de sobra está ya demasiado enlodado.
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