Hasta hace poco descubrí que la App de Uber tiene una opción que de una vez y sin demora permite al usuario solicitar que el conductor no le dirija la palabra durante el viaje. Para mí, no intercambiar palabra alguna con otro ser viviente significa anular la posibilidad de conocer rincones ajenos. Por la situación actual de Uber en Costa Rica —que hoy aún funciona en la ilegalidad a pesar de llevar funcionando durante por lo menos dos años— los consumidores del servicio debemos sentarnos siempre adelante, en el asiento del copiloto, para no despertar las sospechas de los oficiales de tránsito. Esto hace aún más difícil no poder intercambiar algunas ideas.
Nunca he tenido la suerte de volverme a encontrar con un mismo conductor de Uber, pero hasta ahora cada uno me ha contado historias extraordinarias (absolutamente todas). Sin buscarlo yo y sin proponérselo ellos terminan revelándome algo, una suerte de acertijo que se manifiesta justo unos minutos antes de finalizar el viaje. Para mi ejercicio de observación siempre empiezo a hilar verdades con mi intuición de bruja: la música que escuchan, la manera en que hilvanan las ideas, la forma en que rompen el hielo… Todo me dice algo de ellos y me hace imaginar qué hacen y por qué.
Siempre he agradecido las historias que llegan a mis manos. Muchas de ellas sin ser material accesible para un relato, no porque no se puedan contar sino porque hay historias que no permiten ser contadas. Pertenecen a un universo íntimo que me exige guardar distancia por respeto a quien me las otorgó, un regalo que no siempre merece ser divulgado. Así me ha pasado con algunas personas que, aun sabiendo que escribo, me han confiado algo muy íntimo, confían en mi discreción.
Hay cierta lógica que puede suscitar suspicacias, pensar que si me lo han contado a mí también se lo pudieron haber contado al mundo, sin embargo siempre es hermoso reconocer cuándo las personas revelan algo que está más allá de la epidermis, algo que fluye porque se abre un canal que permite ese espacio. Un espacio que quizá no se vuelva a dar.
En el último viaje que hice en Uber una persona me sacó de quicio, alguien con quien yo hablaba por teléfono mientras el conductor me llevaba a mi destino. Me disculpé con el conductor, le conté todo el asunto con pelos y señales y recibí un consejo muy sensato. No sé si funciona, si en ciertas ocasiones un desconocido puede tener la objetividad de mirar hacia el horizonte, esa virtud de indicar una resolución simple y lógica.
«Yo fui camarógrafo mucho tiempo», me dijo el conductor. «La adrenalina siempre al límite porque los noticieros exigen ese momento exacto donde están ocurriendo los hechos, el incendio, las llamas, el dolor de los que pierden todo, la imagen de la madre afligida, ojalá del muerto». Entonces yo le dije que qué interesante: mientras esa cámara filma el dolor, seguramente, y solo a unas cuantas cuadras adelante, dos niños son arropados por su madre, quizá estén leyendo un cuento, o dos, para descansar tranquilamente. «Y usted», agregué, «quizá alguien lo esté filmando a usted, descubriendo otro contexto, otra tragedia. Quizá mañana sea su casa, o la mía».
«Sí», me dijo, «uno se enfoca. El foco es la realidad inmediata, el resto se pierde».
A partir de ese diálogo olvidé a quien se había encargado de sacarme de mi centro, retomé mi foco, sin llamas, sin dolor y sin tragedia. Ya había cesado el dolor de mi propia quemadura autoimpuesta.
«¡Feliz viaje!»
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?