Los medios de transporte aéreo suponen un sinsentido para mi vaga percepción de seguridad. La mayoría de las veces he sentido que es un perfecto atentado sentarse en un cajón con alas de hierro para trasladarse de un punto a otro. Solo el ímpetu de moverse de manera más rápida —para estar presente en algún destino por necesidades de índole diversa— cobra sentido en mi cabeza. Era 7 de diciembre de 2013, la primera vez que me aventuraba a hacer un viaje en avioneta.
Recuerdo llegar a un hangar del aeropuerto Juan Santamaría, muy temprano, con libro en mano, ansiosa por ver a cada uno mis compañeros de viaje. El pájaro con alas llegaría a Managua, Nicaragua, donde mi amiga María me esperaría para irnos ese mismo día a León. El abordaje fue rápido, me senté en la hilera derecha y a mi lado una señora que bien podría ser mi mamá me sonrió de manera amable. Dos cabezas adelante había un sacerdote regordete cuyo compañero de asiento me triplicaba la edad y de cuyo brazo se desprendía un maletín de cuero café. Ellos fueron lo más peculiar del vuelo.
Mi compañera de asiento me sonrió nuevamente, como quien espera el momento preciso para entablar una conversación amena. «Para dónde va», me dijo. «A León», le contesté. Me dijo que se llamaba Carmen y que casualmente iría adonde su mamá, que vivía muy cerca del lugar donde había crecido Rubén Darío.
Los primeros quince minutos de vuelo transcurrieron de manera apacible, pero algo varió de repente: el viento, la furia climática que actúa de manera inesperada. La avioneta empezó a moverse muy feo y el espacio resultó tan pequeño que en un acto de desesperación involuntaria habría buscado agarrarme de la cabeza del pasajero de adelante. La cosa se pondría color de hormiga.
El crucifijo del sacerdote regordete se movió a sus anchas en un vaivén que solo acontecía a merced de otras fuerzas. El maletín de cuero café se deslizó rápidamente hacia atrás. Carmen, mi compañera de asiento me miró con los ojos desorbitados y me dijo «¿La puedo abrazar y darle la mano?» Accedí inmediatamente con un sí de cabeza (de más estaría decir que moríamos de miedo).
En ese momento la paradoja de la vida en el aire me tenía abrazada a una señora que nunca en mi vida había visto antes y que seguramente no volvería a ver después. Nos hermanamos y la cosa empezó a mermar; los minutos se hicieron largos, pero finalmente tocamos tierra firme. Todos los pasajeros estábamos en una sola pieza, pálidos, pero vivos. Carmen se despidió de manera afectuosa.
Nos fuimos acercando a la Catedral y en el ambiente había una algarabía que mis ojos nunca habían visto. Las casas de León permanecían atentas con las puertas abiertas y la fiesta descansaba con la pregunta retórica «¿Quién causa tanta alegría?» «Un pueblo generoso», pensé. En la calle, a puerta abierta, todas las casas entregaban algo: confites, peines, lápices y hasta una naranja en su punto de madurez. El sentimiento se mantenía: niños corriendo, bombetas desatando ruidos.
Y cuando llegamos a la Catedral, ¡la gran fiesta! Yo estaba en Nicaragua y Nicaragua estaba conmigo. Monjas pasaban con sus palmas abiertas, señoras con sus vestidos, señores con bastón, familias enteras… Allí estaba María y allí estaba yo en medio de mi propio duelo. De repente sentí ansiedad: una multitud, un ruido estrepitoso, y me dieron ganas de salir corriendo. «Me van a pisar el pie en cualquier momento», pensé. Y de repente, un empujón, era un regordete. Al verlo por detrás supuse que podría ser el sacerdote de la avioneta, era un regordete conocido. ¡Se parecía a Arnoldo Alemán! Pero no se parecía, era él. Entre los mares de gente, en medio de la fiesta, allí estaba, en efecto, Arnoldo Alemán.
Quizá Arnoldo estaría agradeciendo por el posible arresto domiciliario —regalo de su propio sistema judicial— que talvez le habría permitido tener a la Catedral por cárcel, o acaso estaría pidiendo voluntad para cerrar el pico y comer menos en aquellas fiestas; de todas maneras me sentí incómoda: él, permaneciendo allí metido entre aquel mar de gente, podría majar a cualquiera y había peligro de perder uña con todo y dedo. También recordé el rosario que sostuvo Carmen en el meneo de la avioneta, cuando de repente la divisé entre la multitud. «¡Carmen!», le grité. Ella se acercó y nos dimos un gran abrazo.
Para aquel momento ya Managua tenía cercadas sus calles con árboles espantosamente artificiales. Para creyentes, agnósticos y ateos, propios y extraños, el fenómeno del repique en la Catedral de León no se puede pasar por alto. Un fenómeno social, religioso y político que reúne a cientos o miles de personas y que motiva a muchas otras a hacer sus altares y a abrir las puertas de sus casas de par en par para pedir por sus vivos y por sus muertos. León entera celebraba la vida con sus matices y por un instante se olvidaba de sus cicatrices. La celebración de la Purísima no deja de ser una causa y una consecuencia en sí misma.
En aquellos días todavía no pesaba la incertidumbre que se vive ahora en Nicaragua, donde la libertad de expresión está oprimida casi en su totalidad. Pero ya los árboles de hierro que sobre cemento que alguna vez había sembrado el matrimonio Ortega desde entonces anunciaban la crisis de un pueblo que, acaso, por dentro se preguntaba «¿Quién causa tanta tristeza?»
Seguirá corriendo la sangre hasta que un día los árboles de hierro sobre la Avenida Bolívar, en Managua, sean sustituidos por madroños. Casualmente tengo palabras de Rubén Darío que serían perfectas para recomponer cualquier ficción democrática: «Amar, amar, amar siempre, con todo el ser y con la tierra y con el cielo, con el claro del sol y el oscuro del lodo; amar por toda ciencia y amar por todo anhelo».
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?