Puedo escuchar a Federico García Lorca diciéndole a John Singer Sargent: «El duende quema la sangre como un trópico de vidrios… que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo».
Sargent, pintor, creó en 1882 la obra El jaleo, que describía las palmadas y los gritos espontáneos en el movimiento del óleo como instrumento: ¡el flamenco! Pareciera que nadie está seguro de los orígenes exactos del flamenco, pero se dice que no hay duda de que creció a partir de un pasado turbulento.
García Lorca, poeta y dramaturgo, me dejó con los pelos de punta cuando estudié su poemario Poeta en Nueva York para una clase de literatura española. Cuando el profesor explicó el primer poema del libro con todas sus claves me quedé con la boca abierta y pensé que lo más probable sería lo más trágico: que reprobaría la clase. No tanto por el tema de la forma sino porque ese día entendí lo poco que conocía del mundo, el montón de claves guardadas bajo siete llaves ausentes. En mi formación académica como abogada yo debía leer más para entender un contenido de vanguardia. Yo no sé si todavía lo recuerdo bien, pero algo dijo el profesor que me pareció rarísimo. Extrañamiento, quizá eso dijo.
Me sentí siempre atraída por el flamenco, entonces quise saber de dónde provenía. Estudié una teoría alternativa, la cual afirma que en España, durante el gobierno de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, las minorías fuera de la ley católica —donde entraban gitanos y musulmanes— crearon el flamenco como una expresión colectiva de protesta y angustia. Además, afirma que este baile deriva de tradiciones musicales judías, la romaníes y moriscas, y que sus semilleros se encuentran en Granada, Sevilla, Málaga y otras ciudades andaluzas.
En verdad me parecía un disparate aprender con técnica y soltura una baile tan complicado y sabía que no habría muchos lugares disponibles donde pudiera hacerlo; o más bien, sabía que los códigos de entrada serían bastante estrictos en cualquier lugar donde enseñaran flamenco y que no me admitirían con mi torpeza a cuestas. Lo primero que hice fue recordar el curso de literatura española que al final no reprobé, como había pensado, y decidí matricularme en una academia de baile.
Llegué sin botella de agua y sin pañito, esperando un examen de admisión exhaustivo que no llegó y en su defecto me recibió una jovencita cubana con una sonrisa que me guio a un cuarto con espejos y barras en las paredes. Había fotografías de una bailarina de ballet cubana famosa, una señora mayor que se veía soberbia con sus uñas largas pintadas de rojo. En el cuarto también estaba la profesora, una señora de más se sesenta años con cara cansada. Me vio de pies a cabeza, me tocó los brazos y me dijo «Usted está floja». Yo en mi fuero interno pensé que ella además de no tener cuerpo de bailarina y de estar floja, también estaba vieja.
Pero no dije nada. Me dijo que me probaría y comenzamos la clase. Sudé mucho y me cansé. No supe si estaba o no reprobada, pero me dijo que nos veríamos en la siguiente clase y eso me hizo suponer que la cosa pintaba para bien. Lo que supe después fue que aquella academia recién empezaba y yo era su única alumna (conejillo de indias), en verdad lo que hacía era una suerte de danza-fit, pero yo me sentía menos fit cada día y más bien llegaba a mi casa y quería comerme todo lo que había en la refrigeradora.
Saliendo de la clase de danza escuché el zapateo. La cubana (otra profesora) estaba dándole clase de flamenco a una chica y ahí pensé en probar suerte. Hice la primera clase y traté de mover los brazos con gracia pero mi torpeza me demostraba ante el espejo que podía ser posible que tuviera los dedos atrofiados. La profesora siempre estaba de mal humor y parecía que se majaba el dedo gordo cada vez que se levantaba. En verdad era comprensible porque era profesora de ballet, jazz, flamenco, hip-hop y se le veía el cansancio; no en la cara, como a la otra profesora, pero sí en el carácter.
La academia logró un aproximado de diez alumnas y pronto éramos varias aprendices de flamenco. Yo seguía torpe, pero esforzada y comprometida. Un día me dijeron que debía presentarme en un auditorio para una presentación y yo me negué rotundamente porque no quería hacer el ridículo, entonces me salí de la academia.
Me quedaban mis zapatos de flamenco y unas ganas de aprender con alguien que verdaderamente tuviera la paciencia de enseñarme. ¡Difícil tarea! Había tenido la suerte de ir a la presentación de mi profesora cubana a la Casa España de Costa Rica, donde llevan a cabo noches de flamenco y uno se siente dentro de ese mundo: el vino, los manteles, el guitarrista, la voz, las palmas y el zapateo.
Allí estaba Rebeca, mi actual profesora. Recuerdo que después de la función me acerqué a felicitarla sin saber que ella era profesora. La busqué por Facebook y le pedí información, quería saber si daba clases de flamenco. Así fue como la conocí. Desde que tuvimos una conversación telefónica supe que tenía una dulzura particular. Ella venía de México.
En mi primera clase con Rebeca observé el cariño con el que fue recibida por sus alumnas de nivel intermedio y supe entonces que había llegado para quedarme. Ella quería saber cuánto sabia y yo francamente sabía muy poco, así que tuve la suerte de ser su primera alumna en el nivel de principiantes por algunas cortas semanas, lo cual le permitió iniciar a un ritmo muy lento. Mi aprendizaje fue lentísimo.
Pero sus facultades de docente me dejaron fría: la paciencia y el esmero con el que trataba de dirigir sin señalarme el error, sino motivándome a seguir en aquello que sí estaba logrando. Poco a poco se fueron integrando otras compañeras y en verdad que la energía y la alegría que nacieron de este espacio me permiten agradecerle a la vida y que nadie me quite lo bailado.
Hay tres elementos clave que forman este mágico universo: el cante, la guitarra flamenca y el baile. A estos se deben añadir las palmas y el zapateo. Aunque es un género musical unitario, su repertorio está compuesto por más de 60 variedades tradicionales de cante o palos. Yo estoy en los fandangos y los fandangos están conmigo. Todavía me cuestan algunas cosas. Mis compañeras son mágicas: una de ellas es músico; otra de ellas es una mujer entregada a las causas nobles, mamá, esposa; y otra, mujer que a sus sesenta y tantos tiene la energía y el destello impregnado en sus ojitos claros, además de un sentido del humor exquisito.
La profe es una mujer rara en peligro de extinción, una profesora como pocas, capaz de sacar provecho de una mujer sin técnica y con severos problemas de aprendizaje en los caminos del baile. Además de ser mexicana —siendo yo una apasionada en lo que respecta a México— es filósofa. Me prestó El libro de los placeres, de Clarice Lispector, y leí con mayor atención todas las páginas que ella había subrayado.
La UNESCO declaró el flamenco patrimonio cultural inmaterial. «El flamenco es un estilo apasionado y gran parte de su fuerza deriva de la manera en que la estructura de su música constriñe, aunque nunca refrena del todo, la intensidad de las emociones», dice Rebeca. Quizá por eso me siento tan a gusto, doblegando mis impulsos y permitiéndome no acelerarme como muchas veces lo hago, presa de mi propio círculo de ansiedades. El flamenco me obliga a medir los tiempos, esperar los correctos y calibrar la intensidad de mis pasiones. Por filósofas raras como ella, mujeres sin futuro en el baile logramos un espacio mágico.
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?