«Venga, que le voy a presentar a mi primo, que así como a usted le gusta la literatura y esas cosas». Con esa premisa conocí a Sebastián en la casa de la familia Arce en Heredia Centro, durante la Nochebuena de 2018. Para entonces ya no era tan extraño pasar la Navidad en una casa desconocida a mil doscientos kilómetros de la mía e invadiendo la privacidad de una familia maravillosa en todos los sentidos como la familia Arce u otras que aprecio mucho en Costa Rica (país de donde cada vez regreso con más amigos y riéndome a carcajadas de quienes aseguran que los ticos son xenófobos y que se creen «la Suiza» de Centroamérica).
Lo que sí se me hacía totalmente raro era ver a Sebastián dentro de aquel cuadro. Lo reconocí inmediatamente y no fue por el afro, los anteojos, la camisa cuadriculada y la barba crecida, sino porque era el más tímido y callado de todos; distraído y un tanto ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor. Muy diferente al que volví a ver meses más tarde en la Ciudad de Guatemala. Por un momento me dio la impresión de que se sentía más intruso que yo en aquella casa, pero viniendo del contexto de donde yo venía, creo que lo entendí perfectamente: Sebastián era la mancha sobre el cuadro. La rajadura sobre el espejo que devuelve una imagen alterada de la realidad que divide; y a la que pareciera no pertenecer.
Fueron pocas las palabras que intercambiamos esa noche. Hablamos de literatura, de editoriales y escritores, de su tesis de maestría, de las revistas centroamericanas, de sus viajes a Guatemala y los amigos en común, de sus publicaciones y sus libros inéditos. Uno de ellos, que salió hacia mediados del año pasado, se llama La grieta en el espejo, poemario que me confirmó con creces al Sebastián que conocí en Heredia durante la Nochebuena de 2018, con las fisuras que felizmente se inflige toda persona desde el preciso momento en que ha tomado la decisión, consciente o no, de ser poeta en un mundo cada vez más virtual y menos humano.
Sebastián pertenece a una —¿generación? ¿camada? ¿década?— de poesía interesante que ha surgido en Costa Rica en los últimos años y que incluye los nombres de otros extraordinarios autores como Lucía Alfaro y David Cruz. En este ensayo inédito que presento a continuación, Diego Mora apunta y expone todas estas cualidades de La grieta en el espejo como quizá yo no podría por mi tendencia irremediable a fijarme en las banalidades; o sea, con la seriedad y el análisis quirúrgico que se merece.
Los dejo, entonces, con la pluma de Diego Mora:
Cuando las grietas nos refractan. Comentarios a partir del libro La grieta en el espejo, de Sebastián Arce
Es probable que si mira a su alrededor encuentre una grieta. Una grieta suele generar incertidumbre ahí donde aparece. Es común encontrarlas en las paredes (de concreto, principalmente), pero, tomando en cuenta que Costa Rica es un país en constante actividad sismológica, no debería asustarnos. Digo, es solo una grieta, una más. A menos que sean muchas, y muy pronunciadas y profundas.
A veces las grietas rompen las paredes, de concreto, principalmente. Es probable que usted también esté acostumbrado a las grietas, forman parte de nuestra cotidianidad y cuando algo forma parte de nuestra cotidianidad deja de ser visible. Deja de importarnos al menos en el plano de la conciencia.
Pero esa invisibilidad conlleva también al peligro. El peligro de que en cualquier momento todo se desplome. Así empiezan todos los finales: con una grieta. Una grieta que poco a poco se va profundizando hasta alcanzar proporciones descomunales hasta que la física no puede sostenerla más, las vigas se rinden y la gravedad hace de las suyas con su infalible poder terrestre.
También hay grietas en el cerebro. De hecho, la masa cerebral está compuesta de surcos neuronales que son como carreteras por donde pasa la información a la velocidad de la luz, literalmente. Esas grietas nos hacen ser más o menos lo que somos y nos llevan a otras de orden metafísico: las grietas del alma, del espíritu, de lo intangible, pero que duele y por eso es más real que los surcos neuronales o que las grietas en la pared.
Y de esas grietas es de las que habla Sebas, autor del poemario La grieta en el espejo, publicado el año pasado en Costa Rica por la editorial Círculo y punto. Sebas es como le llamo a Sebastián Arce Oses, un chico modelo ‘86. Ese es un dato importante porque Sebas creció en un contexto sociopolítico marcado por la televisión de los años noventa, con sus canales repletos de series de acción, dibujos animados conocidos en Costa Rica como fáulas —así sin la b—; y rock, buen rock, de cuando MTV era un canal de música y no un canal de reality shows monopolizado por personas de apellido Kardashian.
Sebas es «El cazador» que nos lleva a su infancia, a:
el gusto por los detectives
en Scooby Doo y Edgar Allan Poe,
mirar bajo la cama
para encontrar los legos
de una civilización
que recién se alzaba en el patio (48).
Eran otros tiempos, diría cualquier treinteañero o cuarentón; otros tiempos es lo que plasma Sebas en su grieta porque «hoy es como si el cuerpo de voz se mirase en el espejo, y siendo solo, soy con voz este deseo de reconocer, cuando la mano que se acerca al espejo es la mano del otro que lo agrieta». (23).
Los espejos también se agrietan, y crean formas que de lejos se ven como de telarañas y que de cerca parecen una estrella blanca implosionando hacia el vacío sideral. Pero si uno se acerca más, las grietas de un espejo se vuelven tétricas. Nos parten violentamente, nos subdividen, nos muestran versiones alternativas de nuestro reflejo que incomodan, que trastocan la cotidianidad y desnaturalizan nuestra conciencia. Sebas nos muestra esas grietas en su libro-espejo, donde vemos refractadas sus vivencias y sus convivencias: «Dejé casa y calor por esa ausente pieza del rompecabezas/ que alguna vez olfateó mi rebeldía (29)»; dice con un sabor filoso en la garganta.
Sebas se agrieta en tres secciones que a su vez se agrietan en poemas y que a su vez se agrietan en metáforas que señalan algo «por/venir», una expresión que se repite a lo largo de las grietas que componen su reflejo especular. La tercera sección y final se llama igual que el libro, y es llamativo que cada poema lleve por título una de las palabras de la frase que lo compone, como si fueran fragmentos que separa el autor para verlos minuciosamente diseccionados con fines introspectivos.
El último poema del libro, «Callejón de senderos que se bifurcan (o sobre cómo el hombre es obra de su tiempo)» deja clara su postura como autor/espejo de sus propias personalidades y pasados:
¿Le creerías a….
—Sebastián Iconoclasta—
sujetofragmentadocolonial-
¿posmoderno?-
harto-de etiquetaspero-
etiqueta-todo? (97)
Es el «Sebastián Iconoclasta» que se sabe «narrado / impreso / orgasmo / semiótico» (97) en medio del delirio de sus bifurcaciones y sus quiebres especulares; un ser que, consciente de su fragilidad, asume su condición y escudriña en sus memorias para resquebrajarlas y hacer de esos fragmentos pequeñas piezas afiladas en las cuales depositar su pasado agrietado, puntas afiladas de un espejo que puede cortarle las venas.
Y es su rostro —el rostro de Sebas— el que encontramos entre las grietas, un rostro refractado en muchos Sebas que pasan como en zapping por nuestros ojos. El Sebas que se «[…] tiraba los comentarios / de Abel Pacheco / antes del nuevo capítulo / de Dragon Ball» (55); el Sebas que postea «memes / como gráficas / novelas / de este amor por red». (59); el Sebas «jugo / de animal / de roca / vertida» (62) que juega con el lenguaje para demostrar que, como Pessoa, también es sublime.
Hay en este libro un inconformismo hacia el tiempo pasado que busca transformar en «nuevo licor», como titula la primera sección; una transformación que busca salir del previsible estado pasivo hacia el ayer, principalmente hacia la infancia. Acá la inconformidad se traduce en rebeldía, en el deseo y goce de lo roto, la volición para llevar al lector a cuestionar y pensar seriamente en su solicitud:
disparale de una vez
al pájaro del optimismo
que canta
en las piernas del mundo (68)
Hay otros rostros que también aparecen refractados en Sebastián, personas que quedaron adheridas a sus grietas vitales, rostros que sostenían su tiempo: «y más fuerte / que Ulises / volvías siempre a casa, / aunque la muerte / te pisara los talones» (71). Vemos también el rostro de Enrique Lihn, a quien Sebas cita y recita precisamente en el poema titulado «… grieta»:
Leer a Enrique Lihn
arrastrado
por la fuerza
de las rocas,
por la caníbal
ansia de devorar
palabras
bañadas en magma. (83)
Las milenarias placas tectónicas saben hacer su trabajo y dejan grietas profundas en el suelo de la Tierra que rejuvenecen el paisaje, aunque casi siempre con un considerable saldo de muertes. ¿Y las grietas en la piel? Esas dicen mucho de nosotros: edad, experiencia, cicatrices que parecen gritar «¡aún estoy vivo!», o «¡todavía duele!» Es el carácter tectónico de Sebas, que cubre por igual rocas y palabras con ese magma de sus entrañas que más adelante señala: «las letras de Lihn / me venían / como una grieta / desde los Andes / hasta las cordilleras / de nervioso verde / de Costa Rica» (86). Y ese carácter tectónico es el que abre la tierra y las palabras con una furia tierna, un socollón psíquico que no solo bota los adornos de porcelana de la sala sino las columnas de nuestras certezas, dejando al descubierto una nueva tierra y un nuevo lenguaje.
Es probable que si mira a su alrededor encuentre una grieta. Es probable que si lee a Sebas encuentre una grieta. Pero no una grieta en Sebas, sino en usted. Porque una grieta suele generar incertidumbre ahí donde aparece. Porque, como afirma el creador de estos reflejos: «como una grieta / me fue dada la voz / y el fuego de unas palabras / que nos reinventan» (86). Es muy probable que si se mira al espejo encuentre al menos una grieta. La voz de Sebas nos lo recuerda sin tapujos y lo pone frente a nuestro rostro con su fuego multicolor que refracta nuestra propia imagen; porque así empiezan todos los finales: con una grieta. El espejo lo tiene usted al frente.
Diego Mora
San José, Costa Rica, febero de 2020
[Diseño de portada: Natalia Sandí]
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