Los adioses de Onetti (apuntes sin editar)


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalCuando no tengo idea sobre qué escribir para mi columna en (Casi) literal casi siempre recurro a mis apuntes desordenados en varios cuadernos. Me han sacado de apuros más de una vez. En uno de esos cuadernos encontré las notas a Los adioses (1954), novela corta de Juan Carlos Onetti, fechadas hace más de un año, el 20 de abril de 2019 a la 1:01 a.m.

A diferencia de otros apuntes a mano que he materializado en artículos, esta vez me propongo copiarlos literal, sin editar nada. Cualquiera en mi lugar diría que lo hago de esta forma para hacer un ejercicio de «retrospectiva lectora», o qué se yo, cualquier invento similar. Pero en mi caso, la verdadera razón es porque en realidad se me pasó el tiempo cuando tenía la lectura fresca en la mente y ya nunca preparé un artículo como Dios manda.

Por eso aquí van sin machete y sin canela. Quizá algo se pueda salvar. Todo lo que va entre corchetes son observaciones actuales y que no están en los apuntes originales:

20 de abril de 2019, 1:01 a.m.

No puedo dormir y bajo al escritorio a leer las últimas treinta páginas de una novela corta de Juan Carlos Onetti: Los adioses.

La leo por recomendación del escritor peruano Santiago Roncagliolo, quien la describe como una novela «hermosa», «bellísima» o algo parecido. Pero a pocas páginas de llegar al final puedo asegurar que no es ni por cerca lo mejor que he leído de Onetti [hoy sigo pensando lo mismo, pero tampoco significa que sea mala, ni mucho menos], ya que a mi parecer lo mejor de él pasa por la mayoría de sus cuentos.

Lo que sí tiene Los adioses, como casi toda la narrativa onettiana, es un lenguaje que, sin necesidad de ser pretencioso y cargado de exotismo y retórica rebuscada, y ni siquiera original en el sentido estricto de la palabra, abunda en sonidos e imágenes bellas. Como un poema [pero no como una narración que parece poema, sino como un poema tal cual].

Ya he dicho antes que Onetti es el mejor narrador para leer en voz alta [aunque ya no recuerdo exactamente cuándo lo dije, pero debió ser en otro artículo para esta revista]. Podría llevar a cabo con placer este ejercicio audible con la totalidad de Los adioses como si se tratara de un poema largo en prosa, dándole mi voz al narrador, un dependiente de almacén que dice todo cuanto observa desde detrás del mostrador, pero también comparte sus propias conjeturas sobre la cotidianidad, el tedio, el amor, la desesperanza, la fatalidad y la soledad.

Al depender únicamente del punto de vista del narrador, no sé nada más sobre la identidad de la mujer que envía las cartas al almacén y el hombre que llega a recogerlas. Todo parece indicar que son amantes, pero la atmósfera es demasiado misteriosa y Onetti no solo priva al lector de cualquier indicio que pueda revelar el misterio, sino también a su narrador.

Onetti les da una lucidez impresionante a sus personajes más banales [y al escribir esto definitivamente estaba pensando en el dependiente de la tienda y narrador de toda la novela].

Quizá Onetti nunca llegó a tener la inventiva creativa del mejor Cortázar [aunque hoy, poco más de un año después, yo mismo dudo de esta sentencia], pero lo cierto es que ni el mejor Cortázar llega al alma del lector [«al alma del lector». ¿Qué habré querido decir en realidad con esta cursilería tan ambigua? Seguramente no encontré las palabras y lo dejé así], como en cambio sí lo hace Onetti [y aquí es donde podría insistir sobre la importancia de leer a Onetti en voz alta].

A continuación, transcribo aquí un ejemplo de esto: el último párrafo de la página 67 de Los adioses, en la antología de «Novelas breves 1» de Juan Carlos Onetti, edición Debolsillo que me regaló ella [¿Ella quién? Pues ella. Pero mentira, en el cuaderno no transcribí nada porque el párrafo es muy largo. Solo hasta ahora lo transcribo aquí para que —insisto— también se regalen el placer de leerlo en voz alta]:

Sabía esto, muchas cosas más, y el final inevitable de la historia cuando le acomodé la valija en la falda e hice avanzar el coche por el camino del hotel. No intenté mirarla durante el viaje; con los ojos puestos en la luz que oscilaba elástica en el camino de tierra, no necesité mirarla para ver su cara, para convencerme de que la cara iba a estar, hasta la muerte en días luminosos y poblados en noches semejantes a la que atravesábamos, enfrentando la segura, fatua, ilusiva aproximación de los hombres; con la pequeña nariz que mostraba, casi en cualquier posición de la cabeza, sus agujeros sinuosos, inocentes; con el labio inferior demasiado grueso, con los ojos chatos, sin convexidad, como simples dibujos de ojos hechos con un lápiz pardo en un papel pardo de color más suave. Pero no enfrentando solo a los hombres, claro, a los que iban a llegar después de este a quien nos íbamos acercando, y a los que ella haría seguramente felices, sin mentirles, sin tener que forzar su bondad o su comprensión y que se separarían de ella; ya condenados a confundir siempre el amor con el recuerdo de la cara serena, de las puntas de sonrisa que estaban allí sin motivo nacido en su pensamiento o en su corazón, la sonrisa que solo se formaba para expresar la placidez orgánica de estar viva, coincidiendo con la vida. No solo enfrentando a los hombres, la cara redonda y sin perfumes que no trataba de resistirse a las sacudidas del coche, que se dejaba balancear asintiendo, con una cándida, obscena costumbre de asentir; porque los hombres solo podían servirle como símbolos, mojones, puntos de referencia para un eventual ordenamiento de la vida, artificioso y servicial. Sino que la cara había sido hecha para enfrentar lo que los hombres representaban y distinguían; interminablemente ansiosa, incapaz de sorpresas verdaderas, transformándolo todo de inmediato en memoria, en remota experiencia. Pensé en la cara, excitada, alerta, hambrienta, asimilando, mientras ella apartaba las rodillas para cada amor definitivo y para parir; pensé en la expresión recóndita de sus ojos planos frente a la vejez y la agonía.

Por cierto, no solo existe Onetti. Hay quienes dicen que Felisberto Hernández es el mejor narrador de la literatura uruguaya. Debo leerlo en cuanto pueda, pero en libro, no en páginas de internet. [Y sí, en todo este tiempo ya tuve la oportunidad de leer a Felisberto. Por ahora solo puedo decir que ni lo mejor que he leído hasta ahora de él supera a lo «peorcito» de Onetti. Pero está claro que me hace falta mucho por leer].

Y eso fue todo. Dos días después, la noche del 22 de abril a las 9:32 p.m., cuando terminé de leer las últimas páginas de Los adioses, regresé al cuaderno a escribir esto:

Posdata:

Al final la remitente y el destinatario de las cartas no son amantes.

Creo que Onetti, como dios omnipresente incluso por encima de su narrador, no es que tuviera contemplado esto desde un inicio, sino más bien que en el camino se arrepintió de que la relación entre sus personajes fuera tan obvia y predecible

O simplemente se hartó de que haya tantos amantes en la vida y en la literatura. Yo también le doy la razón.

Y esa fue la última línea de mis apuntes a mano sobre Los adioses.

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