«Machos»: ¿genes o cultura?


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literal«Así como el agua toma la forma que le brinda el vaso, la cultura y la sociedad le dan forma a nuestro cerebro: lo contienen».

Laura Frade, educadora mexicana y experta en desarrollo de competencias

Durante muchos años me pregunté si el cromosoma Y, que tienen los hombres, sería suficiente para justificar las enormes diferencias que existen entre nosotras y ellos. Esa noticia que jamás olvidé acerca de que «humanos y ratones comparten 99% de sus genes» me impactó. Tuve que leer mucho para aprender que la carga genética de todo ser vivo no determina las condiciones biológicas en las que se desarrollará y, de hecho, ni siquiera es un factor condicionante fundamental.

Para que se desencadene la actividad que hace posible que un gen se exprese, tiene que haber modulaciones sutiles en su ambiente exterior. Así, si un bebé durante el período de gestación se expone a altos niveles de cortisol ―hormona del estrés― en el vientre materno, este percibirá el mundo externo como un entorno amenazante y hostil. De adulto, la probabilidad de que desarrolle patologías como diabetes o hipertensión serán más altas, lo cual no significa que todos los bebés que hayan pasado por la misma situación las manifiesten pues el entorno de cada uno, a lo largo de su vida, seguirá siendo determinante.

En el mundo de la ciencia ha existido una infravaloración del medio ambiente y se le ha dado una supremacía a un mal entendido «determinismo genético». Muchos son los estudios que fundamentan que es la «percepción» del entorno de la célula individual, y no sus genes, lo que pone en marcha el mecanismo de la vida, indicando  al ADN qué proteínas va a sintetizar y cuáles va a dejar «silenciadas». Tristemente, bajo esta lógica determinista se han arrastrado conceptos darwinianos como el de la «competencia» y la «prevalencia del más fuerte y apto» por sobre los más débiles, nociones que han sido trasladadas con éxito a todos los escenarios imaginados (sociales, económicos y políticos), convirtiendo el acto de existir en una depredación y carnicería total.

Las diferencias entre hombres y mujeres ―y que hoy se toman como verdades irrevocables― están estrechamente vinculadas a una construcción social y cultural que dista mucho de lo que dicta la biología. A través de la dicotomía hombre/mujer se permite sostener y alimentar un sistema económico, político y religioso que nos subyuga a todos de distintas maneras.

En 1949, Simone de Beauvoir expuso a través de su libro, El segundo sexo que «no se nace mujer» sino que «se llega a serlo». De igual manera, el hombre actual, ese «macho» fuerte, agresivo, indolente y competitivo ―máscara fiel del machismo que nos circunda― tampoco nace, sino que se construye y esa construcción no es un accidente casual. El sistema garantiza, de una manera muy sutil, que la mitad del mundo siga estando sometida, pues de esa forma muchas cosas seguirán funcionando correctamente. De ahí que todo el establishment contribuya a invertir millonarias cantidades en recursos de todo tipo para insertar en el imaginario colectivo arquetipos y patrones de comportamientos, pensamientos, sentimientos y deseos particulares según se nazca hombre o mujer. Luego, la cultura los «naturaliza» haciéndolos pasar por diversos tamices: la familia, la escuela, la música, el arte, el cine, la literatura… E incluso, llega a dar forma a nuestras «libres» e «independientes» pasiones, gustos y preferencias (insertar muchas risas aquí). Se fija tan eficientemente en nuestro subconsciente que ni siquiera nos atrevemos a cuestionarlo. Se sella así un círculo vicioso que nos perjudica a todos.

Después de muchos años, libros y experiencias, entendí que si bien hay diferencias entre mujeres y hombres, muy poco tenían que ver con lo que yo creía. Lo que vemos y aceptamos como verdades absolutas rara vez son el resultado de procesos de reflexiones propias, como debería ser. En la mayoría de los casos, ese pensamiento que viene empaquetado y camuflado en escalas de valores, ritos, dogmas y tradiciones culturales obedece a un interés particular de un sistema imperceptible que nos controla y dirige. Por eso, cuando una mujer es víctima de agresión, es a causa de un hombre que ha sido construido por todos y todas ya que inconscientemente hemos sido educados para eso. Cuando un hombre agrede nunca está solo: tiene la comparsa y la validación silente de toda una estructura simbólica, económica y de doble moral que lo hizo convertirse en eso que ―¡válgame Dios!― después nos asustamos de tener.

No, no todos los hombres son iguales ―ni las mujeres tampoco―, sin embargo, es cuando menos sorprendente notar que de cada cien personas que asesinan a otras, 95 de ellas son hombres. Si una mujer es abusada sexualmente, lo hizo un hombre y si un hombre pasa por la misma situación, es porque también lo hizo otro hombre.

Si piensa que esto es una exageración, sepa que no importa dónde se encuentre ni cual sea su país: mientras usted leía este artículo, catorce mujeres sufrieron algún tipo de agresión, pues cada 18 segundos una mujer es violentada en el mundo según datos oficiales de la ONU. Eso suma 200 mujeres en una hora, 4,800 en un día, 67,200 en las dos semanas que faltan para publicar mi siguiente columna. Si hubiese que dar una definición práctica de pandemia mundial, sería la realidad que acabo de describir. Quizá ―si la estadística de mi país no me alcanza antes― dedique mis siguientes palabras escritas a continuar con este asunto que quizá hoy se haya quedado incompleto.

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