Chile es un país de poetas. Aunque la fórmula suena gastada, es ineludible repetirla e incluso ampliarla para decir que es un país de poetas exagerados, no solo en su producción sino en el tiempo de vida, donde uno vive los años que al otro le hicieron falta.
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Roberto Bolaño nació en 1953 y murió en 2003: cincuenta años que, a pesar de ser pocos ―especialmente en un ámbito que rara vez brinda frutos pronto―, fueron suficientes para convertirse, según algunos, y sobre todo gracias a la maquinaria editorial estadounidense, en el autor en español más influyente después de Gabriel García Márquez. Vivió el primer tercio de su vida en Chile, el segundo en México y el tercero en España, donde dio a luz una obra que se gestó en vivencias y lecturas adquiridas en los dos primeros tercios. Y aunque ha trascendido como cuentista (yo lo prefiero así) y novelista de largo aliento (los expertos se quedan con esta versión), él empezó escribiendo poesía y siempre añoró dedicarse solo a ella ―Alejandro Zambra lo define como un poeta resignado a ser novelista―. Por fortuna pasó a la narrativa, pues aunque sus poemas de Los perros románticos y Tres tienen punzadas notables ―«el poema como un viaje y el poeta como héroe develador de héroes»— no alcanzan la estatura de sus narraciones.
Nicanor Parra nació en 1914 y murió en 2018, de 103 años. Cuando él aprendía a caminar en el sur de Chile los cañones de la Primera Guerra Mundial retumbaban por toda Europa; luego pasó los años de la Segunda Guerra en Estados Unidos y en Oxford mientras estudiaba Mecánica y Cosmología, y después volvió a su país, donde a medida que envejecía se divertía lanzando diatribas ácidas contra todo lo que veía: los poetas «de verdad», los políticos de izquierda y derecha, la iglesia, la diplomacia e incluso la muerte misma.
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Se conocieron en noviembre de 1998 cuando Bolaño visitó a Parra en su casa de Las Cruces, a doscientos kilómetros de Santiago. Después de ese día, el vínculo permaneció hasta la muerte del primero.
Bolaño nunca ocultó su admiración por Parra: siempre se declaró en deuda con él y fue el principal promotor de la publicación de su obra, lo que, dada la preponderancia que el autor de 2666 adquirió en España, pudo tener que ver con la entrega del Cervantes al antipoeta en 2011; de igual modo, Nicanor le agradeció a Roberto por haberlo vuelto a poner en onda tras varias décadas en las que, aunque nunca dejó de ganar lectores, la antipoesía se leía en forma subrepticia y era vista con desdén por la Academia.
«Parra ha conseguido sobrevivir —apunta Bolaño en Entre paréntesis—. No es gran cosa, pero algo es». Y la idea también aplica para Bolaño, aunque lo suyo no ha sido supervivencia sino un crecimiento imparable y una exposición más allá del continente como no se daba en las letras de la región desde los años del Boom.
Nicanor también se pronunció cuando Roberto murió y, además de dedicarle una línea de Hamlet —Good night sweet prince—, lo despidió con un caligrama, como solía hacerlos a finales de la década de 1990 y principios de la década del 2000:
Pérdida irreparable para Chile/
Pérdida irreparable para mí/
Pérdida irreparable para todos
Ambos se sentían exasperados por el ambiente literario de su país —una «isla pasillo», según lo definió Roberto— y diseñaron un camino para librarse de esa incomodidad y embestir contra la tradición, no solo nacional sino latinoamericana.
Bolaño se marchó con la idea de no volver jamás y solo lo hizo después de veinticinco años, siendo ya un autor reconocido. A pesar de ser recibido por la puerta grande, no se sintió a gusto y volvió a irse en cuanto pudo y sin ganas de regresar.
Parra, por su parte, tampoco se llevó bien con los poetas chilenos de su época. Empezó a distanciarse de sus compatriotas al no utilizar un seudónimo, como hicieron Neftalí Ricardo Reyes (Pablo Neruda), Lucila Godoy Alcayaga (Gabriela Mistral) y Carlos Ignacio Díaz Loyola (Pablo de Rokha), lo que ilustra su concepción del poeta como alguien que no necesita generar misterio a su alrededor. Harto del encorsetamiento que enclaustraba a la poesía de la primera mitad del siglo pasado, reunió toda la tradición y la colocó en un cesto de basura para luego, con la pizarra limpia, hacerla compatible con la gente de a pie, lejos de la Academia y el diletantismo: «El poeta no es un alquimista/ el poeta es un hombre como todos/ un albañil que construye su muro/ un constructor de puertas y ventanas».
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El mayor rasgo que los une es la irreverencia. Es famosa la anécdota de Bolaño viviendo en la ciudad de México, donde, en compañía de algunos seguidores de su movimiento poético, acude a una lectura de Octavio Paz. Allí, todos ebrios, se burlan del que luego llegaría a ser Premio Nobel. Este gesto es típico del infrarrealismo ―movimiento iconoclasta sobre el que se cimentó Los detectives salvajes― y puede emparentarse con algunos textos de Parra ―Matías Rivas dice que los personajes de Bolaño solo pueden entenderse desde la antipoesía―, por ejemplo, este que puede leerse, además, como inspiración para que el joven Roberto se lanzara en busca de una experiencia vital y literaria lejos de casa:
Palabra que da lástima
ver a gente que podría viajar
en vapor en avión en lo que sea
morir sin pena ni gloria
en el mismo lugar en que nació.
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