«Al final de un siglo caracterizado por el ruido y la furia… ante cuya perspectiva la angustia se enfrenta con la esperanza, es imperativo que todos los que poseen alguna responsabilidad, presten atención a los objetivos de la educación».
Jacques Delors, La educación encierra un tesoro, UNESCO
No me siento orgullosa de la maestra que fui cuando comencé a dar clases. Debería pedirle perdón a cada uno de mis primeros estudiantes. Un caparazón de rigor y exigencia ―que no era más que un mecanismo de defensa para ocultar todas las debilidades que arrastraba― me acompañó aquéllos primeros años. Tenía tanta basura «intelectual» acumulada en la cabeza, como que si el hacer garabatos a lo estúpido sobre cosas que no entendían los haría ser mejores. Mis pobres estudiantes eran víctimas de los traumas que habían golpeado a su profesora cuando ella había sido lo que ellos eran ahora. Yo reproducía perfecto un círculo vicioso y dañino de maltrato psicológico en nombre de un falso aprendizaje.
Hoy en día solo hay unos pocos conocimientos que son realmente imprescindibles, y tristemente, la escuela no los está enseñando. Seguimos afianzándonos en una estructura pedagógica que lo único que hace es reproducir una forma de vida que destruye al planeta, adormece consciencias y promueve la explotación de unos pocos sobre muchos. Y es que el sistema educativo reproduce muy bien los valores del sistema económico imperante y a esto sumamos que un gran número de profesores siguen encorsetados en las viejas prácticas de «Yo lo sé todo; ustedes, nada», «Haga la fila, escriba», «Aquí está, alumno, vomite en el examen lo que memorizó ocho horas atrás y demuéstreme que pegándole a todas usted es el mejor» ¿Es en serio? En un planeta donde la gente se muere de hambre habiendo comida para todos; en un mundo donde cualquiera agarra una pistola y la revienta a tiros donde sea, ¿seguimos creyendo que quien acierta a todas las respuestas en un examen es el «mejor» y los demás no sirven? Hay razón para que el mundo esté patas arriba.
Los buenos docentes saben que para entrar en la cabeza de sus estudiantes primero tienen que llegar a su corazón, porque la ecuación es simple: estudiantes con miedo y sin ganas, no aprenden. Las aulas quizá sean de los pocos sitios seguros que muchos de ellos encuentren a su alcance. Muchos demonios andan por ahí atrapando corazones solitarios y desprotegidos, y por humilde que sea, el espacio de enseñanza de todo maestro debería ser una barrera infranqueable a esos demonios. Ya suficiente maldad y dolor circula en esta sociedad enferma como para que nosotros, los docentes, lo perpetuemos en el aula también.
Hoy por hoy, mis metas al enseñar se han transformado completamente. Estoy convencida de que la escuela debería brindar herramientas para que nuestros jóvenes puedan enfrentarse al mundo, pero no solo para verlo y permanecer en él sino para transformarlo en un sitio mejor. Deben hacerlo con alegría porque sin ella ninguna revolución es posible. Deseo que mis estudiantes reconozcan en el acto de dar y darse a los demás el más grande valor humano. Me interesa que sepan que las cosas más importantes de la vida NO giran alrededor de sus exámenes ni de sus calificaciones, que son personas y que la verdadera trascendencia está en darle calidad a ese acto de ser y estar en este planeta, no así en un número, ni en una estadística ni en un cartón. Deseo que descubran la mejor versión de ellos mismos y hacérselos notar es la tarea que cada día debería acompañarnos a todos los docentes al llegar al aula.
Disfruto de visibilizar lo invisible, profundizar en las excepciones y no en las reglas; les hablo de cosas que la mayoría prefiere obviar, por ejemplo, que los avances científicos de los cuales hoy nos beneficiamos todos surgieron gracias a personas tenaces y perseverantes que casi siempre fueron despreciadas y maltratadas por la sociedad. Les hablo acerca de cómo la verdad es relativa dependiendo de quién la cuente. Les hago ver la diferencia entre discurso y realidad. Les hablo de la utópica idea de la justicia y cómo, quiénes la pregonan desde el discurso, son los mismos que la niegan desde la realidad. Les ofrezco anti-manuales de todo cuanto se me ocurre, pues manuales y recetarios les lloverán a cántaros. Me muestro tan humana como puedo y me encargo de atomizar cualquier idea de perfección que ellos pretendan ver en mí. Les comparto las historias de mis fracasos y las historias de otras y otros, mucho más listas y listos, que existieron antes que yo. Les hago ver que el pensamiento diferente es el que ha hecho cambiar y mejorar la sociedad. Reflexionamos sobre nuestra realidad porque entenderla es imprescindible para cambiarla.
A las chicas les presento el mundo desigual que les espera ―el real y no el ideal que muchos se empeñan en sostener y vender― y les quito la venda que les ha impuesto la cultura. A los chicos los sensibilizo sobre la injusticia que han representado los privilegios de los hombres por sobre los de las mujeres a lo largo de la historia. A todos les cuento por qué el tema de la igualdad nos beneficia a mujeres y hombres y por qué nos urge ponerlo en práctica. Reflexionamos sobre cómo las cosas más hermosas de la vida son gratis y ni todo el dinero del mundo alcanza para comprar las más valiosas. Les digo que la vida es un viaje que dura un ratito y que debemos hacer de ella una experiencia que valga la pena. Finalmente les recuerdo que, en nuestra esencia, siempre hay algo del otro; y que en la medida en que estemos dispuestos a aprender, no dejaremos nunca de ser estudiantes y que al compartir lo mucho o lo poco que sepamos nos volvemos maestros. Tan solo cambia el escenario.
Diez años en las aulas y aún me sigo preguntando qué enseñar cuando enseño. No soy experta, pero he visto una tríada que bien podría valer la pena. Primero, veo las estadísticas. Analizo la sociedad en la que estoy y entonces me pregunto qué necesita el mundo. Luego, intento leer a mis estudiantes, converso y busco respuestas: qué necesitan ellos. Por último ―quizá y este sea el ejercicio más difícil― intento verme hacia adentro y preguntarme qué tengo yo para darles. Porque por duro que sea, y más allá de cuánto nos confronte: nadie puede dar aquello que no tiene.
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¿Quién es Lahura Emilia Vásquez Gaitán?
Mi amiga cada día me sorprende mucho más de sus excelentes comentarios bellas reflexiones mi amiga Muchas felicidades
Dulce Lahura, ¡qué feliz me hace encontrar a una joven docente que encuentre en la educación el mismo tesoro que yo encontré!
Durante cuarenta años de trabajo he luchado por hacer de las escuelas en las que ejercí mi profesión lugares de abrigo, creatividad y goce para mis estudiantes. He resistido ataques y hasta persecuciones, pero me retiré feliz de haber sembrado esperanza en los corazones de cientos de jóvenes.
Espero que, cuando tengas mi edad, puedas mirar hacia atrás y ver qué hermoso camino dejamos los que hacemos este trabajo desde el amor y la paz.
La felicito Lahura Emilia, hoy en día por el mal trato que ha recibido el magisterio por parte del gobierno, se ha perdido el interés genuino por formar generaciones, por transformar vidas. Los maestros en la mayoría de los casos solo cumplimos con nuestra jornada de trabajo y pasamos por las aulas de clase sin pena ni gloria. El cansancio vence los esfuerzos por cambiar el sistema. Leerla da ánimo y esperanza qué día a día podemos lograr cambios en la vida de muchos jóvenes, si cada maestro hondureño siembra esperanza en al menos un muchacho, en un año habremos generado impacto.
Un fuerte abrazo.
Felicidades, Lahura, me han fasinado cada uno de sus artículos; y esa peculiridad con que describe la realidad de Honduras es excelente.