En la Primera Guerra Mundial el pan se convirtió en un alimento de lujo debido a su escasez. Durante el conflicto la gente murió por fuego directo, enfermedades o malnutrición. El gobierno británico comenzó a multar los «comportamientos antipatrióticos» como tomar más de dos platos al mediodía, más de tres en la cena o alimentar a las palomas.
En el contexto actual el gobierno de Costa Rica lleva varias semanas de cuarentena voluntaria con una restricción vehicular sanitaria. Se mantienen los sacos de harina de trigo y el papel higiénico, pero en un primer momento de conmoción ante el virus la gente empezó a abarrotar los supermercados por arrancar todo el papel higiénico de las estanterías y, posteriormente, la levadura escaseó en muchos supermercados.
Los trabajadores esenciales no tenían tiempo para abalanzarse sobre el papel higiénico porque estaban ocupados demostrando solidaridad y compromiso en sus labores, demostración —que de más está decirlo— no dependía de la pandemia. La incertidumbre ante el enemigo invisible que declaró abiertamente la guerra empezó a provocar destrozos en las economías, cerrando y paralizando casi todo.
El ministro de salud prácticamente desconocido para el grueso de la población arribó a la escena pública como un superhéroe de historieta. A pesar de su corta edad —digo «corta» porque debe de andar más o menos por la mía— logró infundir cierta sensación de tranquilidad, pero sobre todo, de seguridad en un entorno muy abrumador. El gobierno de Carlos Alvarado venía de mal en peor, pero corrimos con la suerte de las suertes: nuestro ministro de salud era ni más ni menos que epidemiólogo. «Un pan con dos tajadas» diría mi abuela paterna. Fue así como la historia comenzó a dar un giro en positivo. Daniel Salas empezó a orientarnos.
En ausencia de estructura militar, la restricción vehicular no llegaría nunca a «toque de queda» y la mayoría acogería de buena gana el quedarse en casa. En una imagen idílica de familias costarricenses finalmente reunidas vendría la cruda realidad: enfrentarse al aislamiento social con las mismas responsabilidades académicas, económicas y familiares.
Es cierto que se han dado prórrogas, descuentos, ayudas y campañas a lo interno para apoyar la producción nacional, pero el modelo económico tendría que ser demasiado bueno para que logremos levantar cabeza una vez que esto se acomode un poco.
Los más privilegiados —los que cabemos en una burbuja de azúcar en los metros cuadrados donde solemos movernos— podemos estar medianamente satisfechos. Compramos lo necesario y, en el carrito de compras, sin miramientos, le damos cabida a un sobre de levadura en polvo. Hay más tiempo que vida y el pan casero deja una sensación indescriptible en toda la casa, y ni qué se diga en la boca: el olor, el sabor, la textura…
Finalmente, después de dejar crecer la masa, a las doce del mediodía, el epidemiólogo con aires de salvador inicia la homilía… perdón, quiero decir, la conferencia de prensa. Indica el número de recuperados y de infectados.
Los trabajadores no esenciales estamos sentados en la mesa escuchando con atención, como escuchan impávidos los feligreses en sus parroquias. El epidemiólogo sin dogmas ni miramientos llama a la gente a hacer caso y a quedarse guardaditos y guardaditas, asumiendo la cuarentena como una oportunidad de hacer buen uso de la levadura, de tener comportamientos patrióticos y dejar que crezca por lo menos el pan y no solo la panza, mientras que los trabajadores esenciales siguen marchando.
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?